FORTEGAVERSO: PABLITO CLAUSEN

martes, junio 08, 2010

PABLITO CLAUSEN



PABLITO CLAUSEN conoció a sus amigos imaginarios la noche de su cuarto cumpleaños, edad en que todos los niños finalmente aceptan y entienden la delicada frontera que separa lo real de lo imaginario. Pasó todo el día festejando con sus hermanos y vecinos así que se acostó temprano, muy cansado, en la única habitación del tercer piso de la propiedad que ocupaban los Clausen desde el día en que el patriarca familiar llegó al pueblo, proveniente de Santiago, a iniciar una nueva vida. El dormitorio era un altillo en forma de “A”, tan frío en invierno como caluroso en verano, refugio perfecto para el más chico de la casa, sus autos de juguete y sus dinosaurios de goma. La única ventana de la pieza daba al patio, hacia el poniente, y en días despejados se podía ver el cerro Adencul e incluso más allá. Pero esa noche no. Esa noche era mayo y mayo venía con nublados, vientos y lluvias ocasionales.
Lo primero que oyó fue algo pequeño chocando contra el vidrio de la ventana, un ruido apenas perceptible, como si alguien arrojara una piedra desde el patio. Pablito se despertó y se quedó en silencio, escuchando los sonidos de la noche: algún tren lejano, perros, gatos, el viento, los árboles y sobre ellos el continuo golpeteo. De pronto todo se apagó, como si hubiesen bajado un interruptor y silenciado a animales, vehículos y a la misma naturaleza. Quedó solamente el “tic tac”, cada vez más rítmico, sobre la única ventana del lugar. En aquel entonces Pablito no era miedoso, algo raro en los niños de su edad, una valentía infantil impulsada por el desafío de vivir día tras día con dos hermanos mayores tan abusivos como molestos. Esperó a que el ruido terminara, pero en lugar de cesar, éste empezó a hacerse más intenso. El niño Clausen sintió que debía levantarse a ver que era lo que ocurría, abrió las ropas de la cama y saltó del colchón. Se calzó un par de pantuflas y caminó hacia la ventana.
Despacio corrió las cortinas.
Y no eran piedras las que chocaban contra los vidrios.
Eran moscas.
Un centenar de moscas negras, gordas y grandes, que revoloteaban alrededor de la ventana y se lanzaban contra esta, reventándose en el cristal y produciendo el molesto golpeteo. Una tras otra, unas tras otras, dejando en cada impacto un rastro oscuro y chorreante, repulsivo y pegajoso. Y Pablito Clausen estaba allí, a sus pocos años, mirándolas y abriéndose al instante que definiría sus próximos días.
Llevó su mano al viejo picaporte de la ventana y estuvo a punto de bajarlo.
–Déjame entrar –sonaba una voz aguda, como un silbido, que se repetía en su cabeza. Fuerte y molesta, pero no tanto como la de mamá retándolo por abrir la ventana a medianoche: “niño leso, te resfriaste por tu culpa… por tu culpa, por tu culpa, por tu culpa…”.
Miró al patio y abajo descubrió una sombra informe que se movía con vida propia, como un gran manchón negro devorando la claridad falsa de la luz artificial. Una inmensa mano que se arrastraba sobre la tierra y las piedras… una mano conformada por dedos gordos y deformes. Dedos que empezaron a desarmarse y dividirse hasta asumir la forma de un montón insolente de ratones gordos y velludos, todos apegados entre si como si fueran una sola criatura, una manada, un puñado, una familia absoluta de roedores inmundos que salieron de sus cuevas para saludarlo el día de su cumpleaños.
Pero no eran ellos los del saludo, ellos sólo venían acompañando a los amigos. Ellos, los verdaderos ellos, estaban al frente, de pié en los tejados de las casas vecinas, esperando que el niño levantara la vista y los viera.
Y Pablito Clausen los vio.

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