FORTEGAVERSO: YGRIEGA (Cap.10)

domingo, marzo 02, 2008

YGRIEGA (Cap.10)


ENTRÉ AL DORMITORIO DE mamá y busqué en la mesa de noche alguna de sus pastillas para dormir. Los dígitos verdes del despertador marcaban las once de la noche, la cama estaba hecha a la rápida y no habían noticias de mi madre. Cada vez que vuelve a enamorarse (o a entusiasmarse) se pierde. Nunca son periodos muy largos pero en ellos apenas la veo. Al menos está feliz y practica por un par de semanas eso de vivir a máxima potencia el momento. Ojalá que no le vuelvan a romper el corazón. O que no se lo rompa ella misma, que es peor.
Desde que tomó la opción de rearmar su vida y dejar de pasar las noches llorando, seis años después de la separación de papá y de nuestra venida al sur, la he visto tener un novio cada dos años. Su actual hombre invisible debe ser el cuarto o el quinto. Aun no lo conozco y dudo que algún día me lo presente, nunca vi al cuarto. El tercero fue mi favorito, era un buen tipo, medio leso pero bueno. Una vez que me fui de copas con mi vieja, me confesó que aunque era un gran sujeto a veces era demasiado precoz en el cama. Añadió, entre risas, que mi padre también lo era, uno, dos, tres y listo, cambio y fuera. Es raro descubrir a tu madre hablando de sexo, despertando el lado puta de las mujeres. Su comentario de la velocidad de mi viejo me despertó algunos fantasmas, a los 16 años es fácil atar cabos genéticos y si mi padre era malo en el sexo yo debía de ser pésimo. Aprendí que era mejor no pensar en ciertas cosas.
Me tiré encima de la cama ancha de mi madre y vi el techo de la habitación, blanco y liso a excepción de la esquina izquierda inferior, manchada con una gotera interna que quedó del temporal del invierno pasado. Cada vez llueve menos, pero cuando lo hace se desquita. En medio de todo una ampolleta, transparente y solitaria, colgando de un par de feos cables de electricidad. Llevo un par de años prometiéndole a mamá que le voy regalar una pantalla, es una de las muchas promesas pendientes que tengo con ella. Es la ventaja de los compromisos orales con los padres, no hay obligación de cumplirlos.
Traté de recordar la última vez que había dormido en esta habitación. Antes del pudor, a los nueve o diez años. Entonces había otro cubrecama, uno rojo con rombos, y en la pared de la ventana, donde ahora está el espejo, colgaba una serie de marcos con fotos de la familia: los abuelos, mi papá, ella misma y yo. Ahora deben estar guardados en alguna caja dentro del ropero.
Abrí las colchas y olí las sábanas tratando de identificar olores. Descubrí el perfume de mamá y un olor desconocido, dulce y fuerte al mismo tiempo, el del nuevo amante. Usaba una colonia o loción parecida a la de papá. No me extrañó, hay cosas que no se pueden dejar. Los detalles más pequeños de las relaciones son siempre los más adictivos. Miré bajo la cama y cogí algo que estaba enrollado bajo los colchones, una camiseta con tirantes, fea y grande. La extendí con los brazos, el tipo era gordo, de unos 95 kilos, no más y no menos. Mejor así, los gordos son más confiables, rara vez son malas personas.
Abrí la cajonera del velador. Entre llaveros, cadenas, lápices y un celular viejo, encontré sus cajas con calmantes, sedantes y otras drogas livianas. Las pastillas para dormir estaban debajo de todas. Alcancé una y la saqué de su burbuja protectora, una cápsula de dos colores que garantizaba un dormir perfecto para quien la tomara. Salí de la habitación con ella en la mano. Fui a la cocina y me la tragué con un sorbo de jugo de manzana.
Recorrí la casa apagando las luces y lo que estuviera prendido. Cerré las cortinas del living. En la calle ya no había nada ni nadie y el cielo, teñido por la luz naranja del fuego, no dejaba ver ni las estrellas, ni los aviones, ni lo que fuera.
Cuando la pastilla comenzó a hacer efecto, escuché que alguien habría la puerta mientras dos voces murmuraban como si estuvieran reptando. “Despacio, parece que ya se acostó, no quiero despertarlo”, decía la susurro de mi madre. Tranquila vieja, no lo haz hecho, no todavía.

LUNES

NUEVE DE LA MAÑANA. HACE CALOR en Temuco, marzo y sus malditos (y parejos) treinta y dos grados. Pura pesadez, puro sudor, pura molestia. Odio el verano y odio al sol. Pero más odio estar encerrado en un bus, junto a cincuenta y cinco almas, apretado, sudado y asqueado en un taco que se ha alargado por sesenta kilómetros. Hacia delante una cadena de máquinas, hacia atrás otra, idéntica a la primera. Cientos de autos bocinando, hirviendo, luchando porque sus ruedas giren y mastiquen calurosos metros en la entrada de la ciudad. Podría bajarme, pero aún estoy lejos del centro y como van las cosa tendría que caminar. Y mal que mal soy de los pocos que alcanzó a agarrar asiento en Victoria. La comodidad, palabra favorita de mi novia, no es algo que deba despreciarse en estos días.
Subí el volumen en mi Microsoft-Nokia MN 7310 y traté de no pensar en nada. Sólo Marillion: “Armalite, street lights, nightsights, searching the roofs for a sniper, viper fighter. Death in the shadows, he'll maim you, wound you, kill you, for a long forgotten cause, on not so foreign shores, boys baptised in wars.”
Miré al costado. Parado a mi lado tenía a un tipo vestido de blanco, que parecía miembro de una secta budista o extra de Viaje a las Estrellas. Era calvo y llevaba los ojos cubiertos por unos globos celestes, de esos que promocionan en comerciales baratos después de medianoche y que no tengo idea para qué sirven. Pensé en preguntarle, pero no me atreví. Su frente se exprimía en gotas transparentes que bajaban por su cara y cuello. Llevaba la boca abierta, como si no pudiera respirar por la nariz y un aliento seco y hediondo se escapaba entre sus dientes. Siempre miro a la gente que viaja en los buses, es casi un vicio. Adivino sus historias y me pregunto si me he cruzado con alguno de ellos en otro sitio, lo más seguro es que sí.
“No seas tonto, de verdad quiero saber lo que es un boos”, decía el último recado de mi madre. El que encontré esta mañana, escrito y pegado en la puerta del refrigerador, igual que todos los anteriores. Me acordé que durante el día tenía que llamar al técnico por lo del ruido raro, lo más seguro es que lo olvidara. “¿Haz oído del hemoware?”, le pregunté a mamá al reverso del papel. “¿Sabes que su uso público está prohibido?”, expliqué. “Pues un booster o boos es un hemoware pirata e ilegal, con efectos similares pero más peligrosos”, completé mientras tomaba algo de desayuno. No quise comer pan, preferí masticar la mitad de una manzana y guardar un plátano para la media mañana. “¿Por qué tanta curiosidad?”, cerré. Ojalá me responda.

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