EL HORROR DE BERKOFF: EL MONSTRUO DE MI PUEBLO
CUANDO llegué a la tumba de Juanjo, el Ojo ya estaba ahí, arrodillado y ordenando flores. Vestía un chaquetón negro, lo suficientemente grande como para acomodar su desproporcionado cuerpo y disimular su encorvada postura. El monstruo parecía estar orando, lo sé porque me acerqué con cuidado para no molestarlo (y también por esa morbosa curiosidad de poder ver su rostro al descubierto) y pude escuchar como pronunciaba, en voz baja, una serie de frases hiladas y de entonación repetitiva. La máscara estaba tirada a un lado, junto a las coronas de gladiolos y nomeolvides, perfectamente disimulada entre los pétalos y tallos mojados por la lluvia.
Desde mi ángulo podía ver como la neurofibromatosis seguía destruyéndolo. El paso de los años no había mermado la enfermedad, todo lo contrario, parecía reducirlo cada vez más, conduciéndolo a una escala tan inferior que decir (aquí y ahora) que Guillermo Geissbüller era un ser humano podía oírse como una broma de mal gusto. Y por muy cruel que pudiera sonar lo anterior, cualquiera que lo hubiera visto como yo lo estaba mirando, habría llegado a idéntica conclusión. Sino una peor. Su cabeza mostraba rasgos incluso más devastadores que los de John Merrick, el más conocido de los hombres elefantes. Todo el lado derecho estaba cubierto de protuberancias óseas y extensiones de piel muerta que le caían hacia el lado como cicatrices de la más injusta de las guerras. Una barba mal afeitada trataba de darle normalidad al lado izquierdo de un rostro aniquilado por un enorme y único ojo, victima del gigantismo y escapado de su orbita hasta casi caer de su ridícula cavidad. Cuando su padre, el difunto reverendo Geissbüller, declaró que su prmogénito era una prueba de Dios, vaya que estaba en lo correcto. Y claro, uno podía pensar que el viejo era un imbécil, un fanático religioso sin sentido común, pero bastaba ver una vez al Ojo de cerca para encontrarle toda la razón.
Mi abuelo me decía que cuando Dios castigaba en serio, lo hacía con la crueldad entera del Antiguo Testamento, la pura verdad.
Como en una mala película, una rama se quebró bajo mi siguiente paso.
–Espera –me detuvo la voz del Ojo, eran tan calmo su tono, tan desconcertamente amable, que aterraba incluso más que su deforme figura.
–Tranquilo –le dije, deteniéndome.
–Necesito ponerme… lo que tu sabes.
–No te preocupes, no me molesta.
–Se que no te molesta, pero a mi me hace más fácil la vida. Que la gente mire un trozo de género me tranquiliza más que saber que me miran a la cara.
Se acomodó la máscara, amarrándosela al cuello, un proceso lento, complicado gracias a sus dedos gordos, callosos y torpes. Luego se levantó con cuidado, sujetando su inmenso porte en sus brazos eternos y gruesos. No recordaba que fuera tan alto, hacía demasiado tiempo que lo había visto por última vez, casi dos metros y medio.
–Como estás Martín Martinic –me saludó, girando lento, hacia mí. A la altura del ojo, la máscara tenía una superficie negra, que desde el interior le permitía mirar. En una ocasión, Pércival nos inventó que estaba hecha del mismo material que la capucha del Comandante Cobra, el malo de G.I.Joe. Torcí una sonrisa al recordarlo.
–Bien, supongo –se respondió –y sé porque te ríes, muy monstruo seré, pero no estoy lejos del mundo. Parezco una caricatura, verdad, con esta máscara soy como el hijo ilegítimo de Darth Vader.
–No precisamente, ¿te acuerdas de G.I.Joe?
No fue necesario más, hasta juraría que lo escuche carcajear.
–Cobra, el lunático y enmascarado líder terrorista que amenazaba la paz del mundo financiado por un multimillonario traficante de armas escocés, Destro –describió, con perfección de enciclopedista pop. –Tenía que hacer malabares para poder ver esos dibujos animados, papá decía que eran cosa del diablo, me los tenía prohibidos, pero siempre encontré la forma. Cuando vives encerrado en una vieja casona de pueblo chico aprendes a sobrevivir para tener contacto con el mundo. Pobre viejo, se murió pensando demasiado en el diablo. Ese es el gran problema de la iglesia evangélica, sabes, gastan demasiado tiempo pensando en Satanás y hablando del temor a Dios, de Jehová de los ejércitos, del justo y celoso creador y otras estupideces sin sentidos y se olvidan que al final, en las sumas y restas finales, Dios es amor.
–¿Crées en Dios?
–No es que crea, sólo me conviene que exista.
–Es que como te vi orando.
–No estaba rezando, sólo vine a conversar con Juanjo, a despedirme de él. En la iglesia y el entierro fue…
–Lo entiendo.
–No galán, tu nunca lo entenderías.
Un viento helado sopló entre las tumbas y arremolinó hojas muertas que volaron contra y alrededor la lapida de la familia Birchmeyer Goye.
–¿Y te respondió?
–Cuando uno aprende a hablar con los muertos, estos siempre responden, pero eso tu lo sabes mejor que yo.
Etiquetas: El Horror de Berkoff
1 Comentarios:
el Ojo!!!
quiero más berkoff... a la espera de día 2
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