EL VERDADERO GRAN COMBATE NAVAL CHILENO
Costa de Caldera, III Región. Hace 2 millones de años.
Zoltán, el macho alfa de la manada de cachalotes curvó su lomo sobre la superficie del mar y resopló. Una columna de agua y vapor se condensó sobre las gibas del animal. Zoltán hundió su enorme cabeza y azotó la cola contra las olas, como señal a las hembras y crías de que no había amenaza en el área. Una tras otra, poco más de una docena de ballenas comenzó a retozar sobre la superficie del mar. Zoltán dejó a los integrantes de su grupo respirando y jugueteando y hundió su poderoso cuerpo, de casi 18 metros de largo, hasta aguas más profundas. Usando su formidable cola buceó en busca de algo que engullir. Su cerebro, el mayor del reino animal, funcionaba como un sonar a la hora de captar las formas y criaturas que se movían en el fondo. Y hacía tan sólo unos minutos, la imagen alargada y gelatinosa de un calamar gigante, su presa favorita, se había dibujado en su cavidad encefálica. Adivinando las formas del fondo, se deslizó como una veloz serpiente marina hacia el cefalópodo de tentáculos de ocho metros que acechaba a sus propias presas cerca del fondo marino, a un kilómetro bajo la superficie. Sigiloso, el mayor carnicero del orden de los cetáceos trazó un arco para dejarse caer en picada sobre el calamar, que en la oscuridad del lecho no podía distinguir, sentir, ni menos ver al leviatán que se le venía encima. Zoltán enfocó a su presa y abrió su larga mandíbula inferior, de más de tres metros de largo y armada con dientes curvos de diez centímetros. Usándola como una guadaña, se las ingenió para pasarla bajo el cefalópodo y atraparlo. Pero entonces algo imprevisto sucedió; otro eco resonó en su cerebro sonar, uno tan grande y peligroso que logró que el gran cachalote olvidara sus deseos de comer. Un eco que significaba que su familia, mil metros más arriba, corría demasiado peligro como para entretenerse cazando un calamar. El enorme macho de ballena de esperma, que es el otro nombre de los cachalotes, giró sobre su cuerpo, levantando torbellinos de arena en el fondo y enfocó todas sus fuerzas en su plano caudal para impulsar su cuerpo hacia la superficie. El aire se le agotaba y la distancia era mucha; desesperado tensó sus músculos para apresurar la emersión. Sabía que el eco que rondaba a su manada era incluso más veloz que él, sabía también que se daría todo el tiempo del mundo antes de atacar. Y Zoltán sabía también que de haber un cuerpo a cuerpo entre él y el eco, uno de los dos no vería un mañana.
Usando sus últimas reservas de aire, Zoltán surgió en mitad de la manada; saltando sobre las olas y dejándose caer con furia, levantando con su pesado cuerpo columnas y remolinos de agua y espuma. Aprovechó para soltar su chorro y cargar sus pulmones de aire. De inmediato rodeó a su grupo y llamó al resto de los machos a cercar a la manada. Hembras y crías, alertadas por el líder del grupo se apresuran a refugiarse dentro de la ciudadela armada por cuerpos, colas, cabezas y mandíbulas. Zoltán realizó una serie de rápidas nadadas alrededor y luego se ubicó bajo el grupo, dispuesto a enfrentar al atacante.
A cuatro kilómetros más al norte, el Megalodón sintió el miedo en sus presas pero continuó esperando, sabía que un viejo macho de cachalote no era adversario para él. Y sabía también que en ese grupo de doce jóvenes ballenas, habría sustento suficiente para él y los otros tres peces, que, más atrás, esperaban la orden de atacar. El formidable tiburón movió su colosal cuerpo de 20 metros y casi 15 toneladas de peso y decidió que ya era hora de dar el primer movimiento. Sus quijadas de tres metros de diámetro, “decoradas” con una centena de dientes de casi 20 centímetros de largo eran un arma que no tenía rival ni en mar, aire o tierra.
Zoltán vio venir al Megalodón antes de lo que esperaba. No era primera vez que observaba de cerca a uno de sus enemigos naturales. Su memoria cetácea aún recordaba el día en que tres de esos peces atacaron la manada de su padre. El era un joven cachalote y fue de los pocos que sobrevivieron al embiste del escualo. Sabía que nunca actuaban solos y que aunque un macho liderara el ataque, tras las primeras víctimas no tardarían en llegar sus compañeros. Esa vez, Zoltán vio como un Meg, como también los conocían, había asesinado a su familia. Y tenía miedo, pero también se sentía preparado para defender a los suyos. El tiburón era más grande, veloz y estaba mejor armado que él, pero su cuerpo poseía la fragilidad de los peces, detalle en la que el duro espolón delantero de un cachalote podría resultar una ventaja mortal. Pero el Megalodón también era astuto y a pesar de lo fuerte que podría resultar su adversario, sabía que las ballenas tenían una gran debilidad, necesitaban respirar aire.
Desafiante, el Megalodón nadó alrededor de Zoltán y su familia, posando sus ojos sobre las hembras y los apetitosos ballenatos, asustados sobre los lomos de sus madres. Tiernos y dulces, el bocado más exquisito que puede encontrarse en el mar. Cada movimiento suyo era seguido por el cachalote macho que apuntaba con seguridad su cabeza hacia el vientre del pez. El tiburón continuó su acecho por otro par de minutos, calculando que las reservas de aire en el cachalote se hacían cada vez menores y que el viejo macho ya se sentía aturdido y cansado. Tenía razón, entre el miedo y el oxígeno que se agotaba, Zoltán se sentía apresurado, con deseos de que toda la situación terminara rápido.
Entonces el Meg atacó. Se alejó del grupo, luego volteó sobre su cuerpo y abriendo sus mandíbulas se avalanzó contra la manada de cachalotes. Zoltán reaccionó rápido enfrentando al tiburón y nadando en su contra. Pero el escualo era más ágil y estaba mucho menos cansado. Adivinando el momento exacto del embiste, cortó su trayecto pasando bajo el cetáceo para luego rodearlo a la altura de la cola, cogiendo de un mordisco un buen trozo de su aleta caudal izquierda.
El dolor enloqueció a Zoltán, quien trató de inmediato de regresar contra el Megalodón, para golpearlo con su frente. Pero el tiburón ya se había alejado, dejando un rastro de sangre bajo las aguas. Aterrados al ver al macho alfa malherido, el grupo de ballenas intentó subir a la superficie para respirar y tranquilizarse.
Parcialmente inválido, Zoltán nadó de regreso hacia las otras ballenas. Buscó señales del Megalodón, pero el pez había desaparecido, alejándose del radio de alcance del sonar de su cerebro. La pérdida de sangre y el esfuerzo de enfrentar al escualo agotaron al viejo macho más de lo esperado, por lo que optó por aprovechar la calma para ascender a tomar aire y recuperar energía. Pero más que eso, sentía su orgullo roto. Por años había nadado delante de su manada, protegiéndola y demostrando que con él por delante, nada ni nadie podrían amenazarlos. Con sabiduría había evitado entrometerse en los terrenos de caza de los Megalodones, pero los cambios en las temperaturas del océano habían variado muchas cosas. Las zonas de alimentación y apareo no eran las mismas y los grandes tiburones se estaban moviendo cada vez más hacia al sur.
Entonces el eco regresó, ahora desde el fondo. Y subía rápido, sabiendo que el vientre del cachalote era su parte más vulnerable. Nervioso, Zoltán apuró su ascenso, pero el dolor de su cola dañada, la falta de aire y los nervios tras la primera batalla lo traicionaban tanto como la superficie del mar que cada vez se le hacía más lejana y pesada. Zoltán sabía que su enemigo se le venía encima como una marejada armada con dientes y músculos, supo también en ese instante que su suerte ya estaba echada, no había vuelta atrás. El aire, el maldito aire.
Y allí sintió la mordida. Una treintena de dientes aserrados se clavaron en su vientre, apresando y paralizando su cuerpo. El Megalodón aprovechó su tamaño y su velocidad para inmovilizar el viejo cuerpo del cachalote y empujarlo de regreso a las profundidades con objeto de ahogarlo. Aferrado al ya débil cuerpo de una ballena de 18 metros de alto, un pez carnicero de 20 metros lo sumió hasta hacer estallar sus pulmones. Y cuando sintió que Zoltán ya se apagaba, el Megalodón cerró sus mandíbulas, arrancando casi la totalidad del vientre del cetáceo y sus interiores. Una nube de sangre cubrió al tiburón y a su víctima, señal inequívoca para llamar a los otros dos Megalodones. El más pequeño del grupo pasó bajo el enorme cadáver y de un sólo mordizco arrancó la cola entera del cachalote, tragando trozos de sangre y músculo mientras se reunía con el líder del grupo. El tercer tiburón golpeó lo que quedaba de la cabeza del cachalote y curvando sus quijadas, rebanó la mandíbula del cachalote, masticó un poco de la carne y devolvió el resto al mar, después se reunió con sus compañeros. Tres Megalodones, tres súper tiburones de 20 metros de largo y 8 toneladas de peso, la máquina de matar más perfecta parida por la naturaleza enfilaron hacia un grupo de hembras, crías y machos jóvenes de cachalote. Minutos después se desató la carnicería.
Zoltán, el macho alfa de la manada de cachalotes curvó su lomo sobre la superficie del mar y resopló. Una columna de agua y vapor se condensó sobre las gibas del animal. Zoltán hundió su enorme cabeza y azotó la cola contra las olas, como señal a las hembras y crías de que no había amenaza en el área. Una tras otra, poco más de una docena de ballenas comenzó a retozar sobre la superficie del mar. Zoltán dejó a los integrantes de su grupo respirando y jugueteando y hundió su poderoso cuerpo, de casi 18 metros de largo, hasta aguas más profundas. Usando su formidable cola buceó en busca de algo que engullir. Su cerebro, el mayor del reino animal, funcionaba como un sonar a la hora de captar las formas y criaturas que se movían en el fondo. Y hacía tan sólo unos minutos, la imagen alargada y gelatinosa de un calamar gigante, su presa favorita, se había dibujado en su cavidad encefálica. Adivinando las formas del fondo, se deslizó como una veloz serpiente marina hacia el cefalópodo de tentáculos de ocho metros que acechaba a sus propias presas cerca del fondo marino, a un kilómetro bajo la superficie. Sigiloso, el mayor carnicero del orden de los cetáceos trazó un arco para dejarse caer en picada sobre el calamar, que en la oscuridad del lecho no podía distinguir, sentir, ni menos ver al leviatán que se le venía encima. Zoltán enfocó a su presa y abrió su larga mandíbula inferior, de más de tres metros de largo y armada con dientes curvos de diez centímetros. Usándola como una guadaña, se las ingenió para pasarla bajo el cefalópodo y atraparlo. Pero entonces algo imprevisto sucedió; otro eco resonó en su cerebro sonar, uno tan grande y peligroso que logró que el gran cachalote olvidara sus deseos de comer. Un eco que significaba que su familia, mil metros más arriba, corría demasiado peligro como para entretenerse cazando un calamar. El enorme macho de ballena de esperma, que es el otro nombre de los cachalotes, giró sobre su cuerpo, levantando torbellinos de arena en el fondo y enfocó todas sus fuerzas en su plano caudal para impulsar su cuerpo hacia la superficie. El aire se le agotaba y la distancia era mucha; desesperado tensó sus músculos para apresurar la emersión. Sabía que el eco que rondaba a su manada era incluso más veloz que él, sabía también que se daría todo el tiempo del mundo antes de atacar. Y Zoltán sabía también que de haber un cuerpo a cuerpo entre él y el eco, uno de los dos no vería un mañana.
Usando sus últimas reservas de aire, Zoltán surgió en mitad de la manada; saltando sobre las olas y dejándose caer con furia, levantando con su pesado cuerpo columnas y remolinos de agua y espuma. Aprovechó para soltar su chorro y cargar sus pulmones de aire. De inmediato rodeó a su grupo y llamó al resto de los machos a cercar a la manada. Hembras y crías, alertadas por el líder del grupo se apresuran a refugiarse dentro de la ciudadela armada por cuerpos, colas, cabezas y mandíbulas. Zoltán realizó una serie de rápidas nadadas alrededor y luego se ubicó bajo el grupo, dispuesto a enfrentar al atacante.
A cuatro kilómetros más al norte, el Megalodón sintió el miedo en sus presas pero continuó esperando, sabía que un viejo macho de cachalote no era adversario para él. Y sabía también que en ese grupo de doce jóvenes ballenas, habría sustento suficiente para él y los otros tres peces, que, más atrás, esperaban la orden de atacar. El formidable tiburón movió su colosal cuerpo de 20 metros y casi 15 toneladas de peso y decidió que ya era hora de dar el primer movimiento. Sus quijadas de tres metros de diámetro, “decoradas” con una centena de dientes de casi 20 centímetros de largo eran un arma que no tenía rival ni en mar, aire o tierra.
Zoltán vio venir al Megalodón antes de lo que esperaba. No era primera vez que observaba de cerca a uno de sus enemigos naturales. Su memoria cetácea aún recordaba el día en que tres de esos peces atacaron la manada de su padre. El era un joven cachalote y fue de los pocos que sobrevivieron al embiste del escualo. Sabía que nunca actuaban solos y que aunque un macho liderara el ataque, tras las primeras víctimas no tardarían en llegar sus compañeros. Esa vez, Zoltán vio como un Meg, como también los conocían, había asesinado a su familia. Y tenía miedo, pero también se sentía preparado para defender a los suyos. El tiburón era más grande, veloz y estaba mejor armado que él, pero su cuerpo poseía la fragilidad de los peces, detalle en la que el duro espolón delantero de un cachalote podría resultar una ventaja mortal. Pero el Megalodón también era astuto y a pesar de lo fuerte que podría resultar su adversario, sabía que las ballenas tenían una gran debilidad, necesitaban respirar aire.
Desafiante, el Megalodón nadó alrededor de Zoltán y su familia, posando sus ojos sobre las hembras y los apetitosos ballenatos, asustados sobre los lomos de sus madres. Tiernos y dulces, el bocado más exquisito que puede encontrarse en el mar. Cada movimiento suyo era seguido por el cachalote macho que apuntaba con seguridad su cabeza hacia el vientre del pez. El tiburón continuó su acecho por otro par de minutos, calculando que las reservas de aire en el cachalote se hacían cada vez menores y que el viejo macho ya se sentía aturdido y cansado. Tenía razón, entre el miedo y el oxígeno que se agotaba, Zoltán se sentía apresurado, con deseos de que toda la situación terminara rápido.
Entonces el Meg atacó. Se alejó del grupo, luego volteó sobre su cuerpo y abriendo sus mandíbulas se avalanzó contra la manada de cachalotes. Zoltán reaccionó rápido enfrentando al tiburón y nadando en su contra. Pero el escualo era más ágil y estaba mucho menos cansado. Adivinando el momento exacto del embiste, cortó su trayecto pasando bajo el cetáceo para luego rodearlo a la altura de la cola, cogiendo de un mordisco un buen trozo de su aleta caudal izquierda.
El dolor enloqueció a Zoltán, quien trató de inmediato de regresar contra el Megalodón, para golpearlo con su frente. Pero el tiburón ya se había alejado, dejando un rastro de sangre bajo las aguas. Aterrados al ver al macho alfa malherido, el grupo de ballenas intentó subir a la superficie para respirar y tranquilizarse.
Parcialmente inválido, Zoltán nadó de regreso hacia las otras ballenas. Buscó señales del Megalodón, pero el pez había desaparecido, alejándose del radio de alcance del sonar de su cerebro. La pérdida de sangre y el esfuerzo de enfrentar al escualo agotaron al viejo macho más de lo esperado, por lo que optó por aprovechar la calma para ascender a tomar aire y recuperar energía. Pero más que eso, sentía su orgullo roto. Por años había nadado delante de su manada, protegiéndola y demostrando que con él por delante, nada ni nadie podrían amenazarlos. Con sabiduría había evitado entrometerse en los terrenos de caza de los Megalodones, pero los cambios en las temperaturas del océano habían variado muchas cosas. Las zonas de alimentación y apareo no eran las mismas y los grandes tiburones se estaban moviendo cada vez más hacia al sur.
Entonces el eco regresó, ahora desde el fondo. Y subía rápido, sabiendo que el vientre del cachalote era su parte más vulnerable. Nervioso, Zoltán apuró su ascenso, pero el dolor de su cola dañada, la falta de aire y los nervios tras la primera batalla lo traicionaban tanto como la superficie del mar que cada vez se le hacía más lejana y pesada. Zoltán sabía que su enemigo se le venía encima como una marejada armada con dientes y músculos, supo también en ese instante que su suerte ya estaba echada, no había vuelta atrás. El aire, el maldito aire.
Y allí sintió la mordida. Una treintena de dientes aserrados se clavaron en su vientre, apresando y paralizando su cuerpo. El Megalodón aprovechó su tamaño y su velocidad para inmovilizar el viejo cuerpo del cachalote y empujarlo de regreso a las profundidades con objeto de ahogarlo. Aferrado al ya débil cuerpo de una ballena de 18 metros de alto, un pez carnicero de 20 metros lo sumió hasta hacer estallar sus pulmones. Y cuando sintió que Zoltán ya se apagaba, el Megalodón cerró sus mandíbulas, arrancando casi la totalidad del vientre del cetáceo y sus interiores. Una nube de sangre cubrió al tiburón y a su víctima, señal inequívoca para llamar a los otros dos Megalodones. El más pequeño del grupo pasó bajo el enorme cadáver y de un sólo mordizco arrancó la cola entera del cachalote, tragando trozos de sangre y músculo mientras se reunía con el líder del grupo. El tercer tiburón golpeó lo que quedaba de la cabeza del cachalote y curvando sus quijadas, rebanó la mandíbula del cachalote, masticó un poco de la carne y devolvió el resto al mar, después se reunió con sus compañeros. Tres Megalodones, tres súper tiburones de 20 metros de largo y 8 toneladas de peso, la máquina de matar más perfecta parida por la naturaleza enfilaron hacia un grupo de hembras, crías y machos jóvenes de cachalote. Minutos después se desató la carnicería.
2 Comentarios:
ese si que era un cambio climatico... como sea... 2 millones de años despues el cachalote habia triunfado, el megalodon no, pero aparecería un rival aún mas poderoso... el ser humano
Ya la había leído, ya que la publicaste en la MUY INTERESANTE, hace como dos años. Tírate alguna inédita.
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