COLIN CAMPBELL (1 PARTE)
Esta es la novela que curiosamente acabó convertida en El Numero Kaifman. Está incompleta como Ygriega, así que para que no se pierda en el baúl de los recuerdos, voy a empezar a publicarla en el blog. El plot era simple, contar la biografía de Lex Luthor, si este hubiese sido chileno. ¿Cómo calzó esto con ENK? Ni idea, supongo que cuando Planeta me pidió el otro proyecto, "Colin Campbell" quedó en los archivos y algunas de sus partes fueron usadas en la novela finalmente publicada. Y otras, como suele suceder quedaron, permanecieron en el disco duro de mi iBook.
Esta es la primera entrega.
00:00:14
COLIN CAMPBELL voló en pedazos el edificio más grande de Santiago de Chile y lo celebró pegándose un tiro en la cabeza. Nueve años después resucitó en la forma de un mensaje de texto en la pantalla de mi teléfono celular. Exactamente el mismo día en que empezamos a tener pruebas concretas de la existencia de vida inteligente en otro lugar de la galaxia. Si eso no fue sincronía, ni idea que pueda serlo.
00:00:13
RECUERDO CUANDO Colin Campbell se convertió en monstruo por primera vez. Era tarde, caminábamos por una calle del centro de Santiago cuando alguien lo llamó por teléfono. Contestó rápidó. Soltó un par de frases amables, nombró a una mujer de la que jamás había oído, creo que incluso se rió y no demoró en colgar. Entonces se descubrió, colgado de un segundo e iluminado por un neón amarillento a su espalda.
Me pidió que me acercara, que lo hiciera con cuidado, casi sin moverme y que observara el modo como su rostro se desfiguraba en la pantalla de cristal líquido del celular. Según Colin era como un efecto especial, una especie de morphing accidental que cualquier persona en cualquier lugar y momento podía usar para transformarse en una criatura extraordinaria, como esas de las películas de Ray Harryhausen o las de la primera Guerra de las Galaxias.
Fue hace once años.
Mi cara se dibujó en azul y luego desapareció en un millón de puntos digitales bajo la cubierta transparente de mi celular. Me imaginé como algún tipo de anfibio bípedo y mutante, nativo de un planeta acuático emplazado en un sistema solar cada vez más alejado del nuestro.
-¿Dónde no vas a ir?-, me preguntó Miranda atenta a cada palabra de la conversación que acababa de cortar.
Le respondí que a Santiago, mientras dejaba el teléfono encima del velador del que alguna vez fue mi lado de la cama. Volví a ver mi reflejo y a pensar en extraterrestres. No era raro hacerlo, en las últimas semanas todo el mundo piensa en ellos.
Miranda levantó un poco las caderas y con el brazo derecho se arregló la falda bajo el peso de sus piernas. Le conté que me avisaban de un funeral. Puso sobre la mesita de su lado de la cama el vaso con agua que trajo consigo desde el comedor y me preguntó quién era muerto. Nerviosa, se recogió el pelo y lo desordenó sobre su frente. Un par de mechas le cayeron sobre los hombros.
-Déjatelo así-, le dije. –Te queda bien.
No me respondió. Los silencios de mi ex mujer son tan cómodos que dan ganas de quedarse en ellos y habitarlos por mucho rato.
Observé como cambiaban las fotografías en el marco que le regalé para la navidad pasada. Mi rostro aparecía en apenas tres de las veinticinco imágenes que rotaban cada diez segundos. El nombre del muerto era Edison Landeros.
-Nadie puede llamarse Edison…
-Miranda.
Estiró un perdón, añadiendo un innecesario olvido a mi supuesto respeto por lo muertos, gentileza de mi maternal educación evangélica. Supo que no iba a responderle. No lo hice mientras viviamos juntos, no iba a hacerlo ahora. Arrugó los hoyuelos de sus mejillas y agregó que no conocía al muerto, que no le sonaba para nada el nombre.
Puse el pulgar sobre la pantalla del celular y busqué en el archivo de imágenes. Desplegué una foto de Edison y se la acerqué. La luz azul del teléfono rebotó en el fondo de sus ojos. Pero lo conociste, le dije mientras la veía identificar la cara de la fotografía. Pronunció dos palabras: Colin Campbell y apretó sus dientes sin agregar acción a su frase. Giré hacia la pared de fondo del dormitorio y pensé en los libros, ordenados por grosor, en el mueble más viejo del lugar. Podría apostar a que seguían apilados tal cual los dejé el último día que viví en casa. Estaba seguro que los ocho tomos de la edición compacta de la enciclopedia británica que me regaló papá para mi cumpleaños número trece no habían sido movidos en siete años. Miranda me preguntó de qué había fallecido el muerto, sino no es por las pastillas que tomo cada mañana habría empezado a sudar. De un ataque cardiaco, le dije, Edison siempre fue trabajólico, mentí. Es más fácil hacerlo cuando te ayuda una receta.
-Ya quedan diez-, comentó mi ex mientras abría el cajón de su velador y cogía un pequeño frasquito de plástico. -¿Quién te avisó?
-Igriega
-Vaya-, suspiró
-¿Qué?-, alargué.
-Nada, que quién otra iba a ser. ¿No tenía idea que siguieran en contacto?
Le respondí que no seguíamos en contacto, sé que no me creyó. Miró al techo, como buscando algo en su blanca superficie y añadió que cómo entonces sabía mi número. Bebió un sorbo de su agua. Le recorde que trabajaba en un diario, que hacía clases clases en una universidad pública, que era bastante bastante fácil de ubicar.
Suspiró y agitó el frasquito que seguía apretado en su mano izquierda. Debería volverse a teñir el pelo rojo, pensé, recortárselo un poco tal vez. Sin que me lo pidiera busqué justificarme, otra mentira dócil. Empecé con que hoy era primera vez que hablaba con Igriega después de los de Colin, pero no me dejó terminar.
-No te estoy pidiendo explicaciones, Pancho. Es tu vida...
-Te dejó saludos-, le devolví…
Volvió a torcer una sonrisa cómoda y sumó que habría jurado que no se acordaba de ella. Cruzó sus brazos e insistió en si iba a ir o no al funeral. Antes de esperar mi respuesta destapó el frasquito y sacó de su interior una pastilla blanca. Se la tragó con un sorbo de agua. Le pregunté que había tomado, me respondió que algo para el dolor de cabeza.
-¿Te sigue doliendo?
Dibujó una leve negación con la cabeza, diciéndome sin hablar que para que le preguntaba lo que ya sabía. Pronunció mi nombre y acentuó que sus jaquecas la acompañan desde antes de conocerme. Marcó un punto en su párrafo con otro sorbo de agua y volvió a lo del funeral.
-Ya te dije.
-No me lo haz dicho.
-Pero me escuchaste decirlo, que es lo mismo.
-Casi lo mismo. La cosa es que no vas
-No puedo, además no tengo ganas.
Levantó sus cejas, levanté las mías.
-¿Te acuerdas del funeral de Colin? Que raro fue. Había más pacos que conocidos. O sea, salvo ustedes once, no digamos que fue mucha gente. Igual fue como el evento del año…
-El evento raro del año.
-Te entrevistaron en la tele.
-Dije puras tonteras.
-Defendiste a Colin que es distinto. Mi hermana no podía creer que a pesar de todo lo siguieras apoyando.
-Era mi amigo…
-Eso lo tengo muy claro. Además-, vaciló, -de que tenían muchas otras cosas en común.
No le contesté.
-El mismo tipo de sangre, por ejemplo-, siguió.
-Colin era un gran tipo, tu lo sabes.
-Si, pero eso no lo salva de lo que hizo.
El ruido de un helicóptero cortando la noche interrumpió la conversación. A través de la fina cortina de la ventana más grande de la pieza pude ver sus luces. Se perdió hacia el centro de la ciudad. Miranda volvió a agarrar su vaso y tomó otro trago. Un destello de luz bailó sobre lo poco que quedaba de agua. Pensé en que a ella jamás la vi convertirse en monstruo.
-El funeral de Edison va a estar más tranquilo-, dije.
-Hasta que algún colega tuyo haga la asociación de rigor y llegue a la Sociedad de los Increíbles Santiaguinos…
-Extraordinarios Santiaguinos-, corregí.
-Estaban muy locos.
-Leíamos historietas.
-Es como lo mismo.
Preferí no responderle. Terminamos la guerra hace siete años, lo importante ahora era continuar resguardando la paz. Volví a pensar en mi lado de la cama, en la última vez que había dormido en él.
-¿De dónde era?-, reanudó Miranda, fingiendo no recordar el nombre del muerto. Buen truco, yo lo habría usado. –Supongo que al igual que todos, también venía de provincia.
Es raro decir de provincia, cuando se vive en provincia.
-De Chillán, por ahí cerca, San Carlos creo, no me acuerdo muy bien.
-Y lo entierran en Santiago.
-Se quedó en Santiago después de la universidad, hizo familia que se yo, igual que el resto.
-Excepto tu.
-Excepto yo.
-Que volviste al sur.
-Que volví al sur-, rimé.
Sonrió, sonreí, sonreímos. Hace cuatro días dormimos juntos por última vez.
Me pidió que le mostrara de nuevo la cara de Edison. Tomé el teléfono, volví a desplegar la foto del difunto y se la enseñé. Agarró el celular y lo miró de cerca. Comentó que era como feo.
-Más que yo
-Tu nunca has sido feo, te gusta creerte feo que es distinto.
Por eso me enamoré de ella.
-¿Cuál era su personaje?-, me preguntó devolviéndome el teléfono.
-Alsino-, le dije mientras dejaba el móvil en el velador, -el de las alas de ángel-, abrí los brazos, ella se rió.
-No tienes ninguno de esos dibujos en el teléfono.
-No…
Nos quedamos callados, como si el tema hubiera llegado a un punto muerto. Respiró hondo y dijo que me entendía, que de ponerse en mi lugar tampoco iría.
-Es ofrecerse a la boca del lobo-, sumó. –Habrá pasado tiempo pero todavía siguen siendo amigos del terrorista más famoso de este lado del planeta...
-Colin Campbell no fue un terrorista.
-Para nada-, resaltó, -sólo voló en pedazos la torre de Telefónica.
Coqueteamos en mudo, los dos.
Le pregunté si me dejaba fumar, me contesto que sabía que no. Encima del velador, bajo la lámpara de noche, las caras sonrientes de Miranda y Julieta se fundieron en los puntos de luz que formaron mi rostro junto al de mi hija. Reconocí el fondo de la imagen, era del año en que nos separábamos, atrás se veía el volcán Villarrica y el lago del mismo nombre.
-¿Qué pasa con Julieta?-, le pregunté.
-Dímelo tu-, me respondió.
-Qué quieres que te diga, tu vives con ella.
-Ese es el problema-, me devolvió subiendo la voz, recordándome en cuatro palabras a mi propia madre. Pasa. Antes no lo creía, pero pasa.
-Yo la veo bien-, le contesté con el tono más pausado que pude.
-Con tal que vengas a comer, es puro encanto, pero te vas y aparece la-, dudó. –… la cabra de mierda, perdóname.
-Tiene catorce años-, justifiqué.
-Ni quiero pensar como va a ser a los dieciséis-, hizo un alto. –Está tan difícil, Colin . En serio, no es rabia, es miedo. Me asusta que le pueda pasar algo malo.
Fue exactamente lo que me dijo esta tarde, cuando me llamó para invitarme a comer. “Hola, ¿cómo estás?, disculpa que no te haya avisado antes, puedes venir a la noche, quiero hablar contigo, es importante, estoy preocupada por la Julieta, tipo ocho y media, nueve, perfecto te espero”. No tuvo que esperar mucho, llegué a la hora exacta. Con ella siempre voy a ser la persona más puntual del universo.
-¿Viste lo que se hizo en el brazo?-, estalló y por primera vez en muchos tiempo me di cuenta de como habían pasado los años por ella. No era que se viera más vieja, sino de sentirse con más de cuarenta. Estuve seguro que de seguir a su lado sería de otra forma, más cabra chica, más como yo.
-Una cicatriz
-¿Y vas a decir eso no más?
-Qué quieres que te diga, a los catorce tu también te hiciste un tatuaje.
-A los diecisiete-, me corrigió. –Además no es lo mismo.
-Si tu lo dices.
-No sé para que te llamo, pase lo que pase siempre vas a ponerte de su lado.
-No se trata de ponerse del lado de alguien.
-¿De qué entonces? Tu hija se corta el brazo y se lo amarra con alambres y a ti te da lo mismo…
-No he dicho que me dé lo mismo…
-Quizá que cosa se dibujó debajo de esas vendas. Quizás donde se lo hizo, capaz que salga con una infección y haya que pagar una clínica y…
-Un infinito-, interrumpí, -se dibujó un infinito, un espiral que baja hacia otro espiral, es un símbolo de una teoría…
-¡Me importan pico las teorías!-, gritó.
-Se lo hizo en una tienda con permisos y papeles de sanidad al día. Puedo decirte incluso donde queda.
-¿Y como sabes eso?-, bajó su tono de voz.
-Me lo contó por teléfono, me dijo que le dolía un poco, pero que no te dijera nada porque te ibas a preocupar.
-Tal vez deberías llevarte a Julieta a vivir contigo…
Inclinó su cabeza como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Sólo a punto. Miranda no llora, nunca he sabido a ciencia cierta por qué. La única vez que se lo pregunté me contó que tras la muerte de su papá, cuando tenía diez años, se le había olvidado llorar.
-Quizás deberíamos hablarlo con ella-, propuse.
-Estás loco. Contigo a medio tiempo en la casa, en menos de un año la tenemos embarazada o algo peor-, hizo un alto. –Una cicatriz, Colin , eso es para siempre. Qué va a pasar cuando crezca y quiera buscar trabajo. Raparse es una cosa, porque el pelo crece, hacerse un tatuaje también, porque se borran…
-Tú no te has borrado los tuyos.
-Los tengo donde no se ven….
Recordé la última vez que se los había visto. Una mariposa sobre el pubis, unas letras chinas en el pecho izquierdo, otra mariposa en la espalda, bajo los hombros y una serpiente en la nalga izquierda. Todos pequeñisimos. Cuando nos conocimos tenía una cadena de púas alrededor del tobillo derecho, pero se lo borró poco después del nacimiento de Julieta. Nunca le gustó, además le recordaba a su primer novio, una mala relación. Yo fui el segundo y final. Tal vez era una buena noche para volver a verlos.
(Continuará)
Esta es la primera entrega.
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COLIN CAMPBELL voló en pedazos el edificio más grande de Santiago de Chile y lo celebró pegándose un tiro en la cabeza. Nueve años después resucitó en la forma de un mensaje de texto en la pantalla de mi teléfono celular. Exactamente el mismo día en que empezamos a tener pruebas concretas de la existencia de vida inteligente en otro lugar de la galaxia. Si eso no fue sincronía, ni idea que pueda serlo.
00:00:13
RECUERDO CUANDO Colin Campbell se convertió en monstruo por primera vez. Era tarde, caminábamos por una calle del centro de Santiago cuando alguien lo llamó por teléfono. Contestó rápidó. Soltó un par de frases amables, nombró a una mujer de la que jamás había oído, creo que incluso se rió y no demoró en colgar. Entonces se descubrió, colgado de un segundo e iluminado por un neón amarillento a su espalda.
Me pidió que me acercara, que lo hiciera con cuidado, casi sin moverme y que observara el modo como su rostro se desfiguraba en la pantalla de cristal líquido del celular. Según Colin era como un efecto especial, una especie de morphing accidental que cualquier persona en cualquier lugar y momento podía usar para transformarse en una criatura extraordinaria, como esas de las películas de Ray Harryhausen o las de la primera Guerra de las Galaxias.
Fue hace once años.
Mi cara se dibujó en azul y luego desapareció en un millón de puntos digitales bajo la cubierta transparente de mi celular. Me imaginé como algún tipo de anfibio bípedo y mutante, nativo de un planeta acuático emplazado en un sistema solar cada vez más alejado del nuestro.
-¿Dónde no vas a ir?-, me preguntó Miranda atenta a cada palabra de la conversación que acababa de cortar.
Le respondí que a Santiago, mientras dejaba el teléfono encima del velador del que alguna vez fue mi lado de la cama. Volví a ver mi reflejo y a pensar en extraterrestres. No era raro hacerlo, en las últimas semanas todo el mundo piensa en ellos.
Miranda levantó un poco las caderas y con el brazo derecho se arregló la falda bajo el peso de sus piernas. Le conté que me avisaban de un funeral. Puso sobre la mesita de su lado de la cama el vaso con agua que trajo consigo desde el comedor y me preguntó quién era muerto. Nerviosa, se recogió el pelo y lo desordenó sobre su frente. Un par de mechas le cayeron sobre los hombros.
-Déjatelo así-, le dije. –Te queda bien.
No me respondió. Los silencios de mi ex mujer son tan cómodos que dan ganas de quedarse en ellos y habitarlos por mucho rato.
Observé como cambiaban las fotografías en el marco que le regalé para la navidad pasada. Mi rostro aparecía en apenas tres de las veinticinco imágenes que rotaban cada diez segundos. El nombre del muerto era Edison Landeros.
-Nadie puede llamarse Edison…
-Miranda.
Estiró un perdón, añadiendo un innecesario olvido a mi supuesto respeto por lo muertos, gentileza de mi maternal educación evangélica. Supo que no iba a responderle. No lo hice mientras viviamos juntos, no iba a hacerlo ahora. Arrugó los hoyuelos de sus mejillas y agregó que no conocía al muerto, que no le sonaba para nada el nombre.
Puse el pulgar sobre la pantalla del celular y busqué en el archivo de imágenes. Desplegué una foto de Edison y se la acerqué. La luz azul del teléfono rebotó en el fondo de sus ojos. Pero lo conociste, le dije mientras la veía identificar la cara de la fotografía. Pronunció dos palabras: Colin Campbell y apretó sus dientes sin agregar acción a su frase. Giré hacia la pared de fondo del dormitorio y pensé en los libros, ordenados por grosor, en el mueble más viejo del lugar. Podría apostar a que seguían apilados tal cual los dejé el último día que viví en casa. Estaba seguro que los ocho tomos de la edición compacta de la enciclopedia británica que me regaló papá para mi cumpleaños número trece no habían sido movidos en siete años. Miranda me preguntó de qué había fallecido el muerto, sino no es por las pastillas que tomo cada mañana habría empezado a sudar. De un ataque cardiaco, le dije, Edison siempre fue trabajólico, mentí. Es más fácil hacerlo cuando te ayuda una receta.
-Ya quedan diez-, comentó mi ex mientras abría el cajón de su velador y cogía un pequeño frasquito de plástico. -¿Quién te avisó?
-Igriega
-Vaya-, suspiró
-¿Qué?-, alargué.
-Nada, que quién otra iba a ser. ¿No tenía idea que siguieran en contacto?
Le respondí que no seguíamos en contacto, sé que no me creyó. Miró al techo, como buscando algo en su blanca superficie y añadió que cómo entonces sabía mi número. Bebió un sorbo de su agua. Le recorde que trabajaba en un diario, que hacía clases clases en una universidad pública, que era bastante bastante fácil de ubicar.
Suspiró y agitó el frasquito que seguía apretado en su mano izquierda. Debería volverse a teñir el pelo rojo, pensé, recortárselo un poco tal vez. Sin que me lo pidiera busqué justificarme, otra mentira dócil. Empecé con que hoy era primera vez que hablaba con Igriega después de los de Colin, pero no me dejó terminar.
-No te estoy pidiendo explicaciones, Pancho. Es tu vida...
-Te dejó saludos-, le devolví…
Volvió a torcer una sonrisa cómoda y sumó que habría jurado que no se acordaba de ella. Cruzó sus brazos e insistió en si iba a ir o no al funeral. Antes de esperar mi respuesta destapó el frasquito y sacó de su interior una pastilla blanca. Se la tragó con un sorbo de agua. Le pregunté que había tomado, me respondió que algo para el dolor de cabeza.
-¿Te sigue doliendo?
Dibujó una leve negación con la cabeza, diciéndome sin hablar que para que le preguntaba lo que ya sabía. Pronunció mi nombre y acentuó que sus jaquecas la acompañan desde antes de conocerme. Marcó un punto en su párrafo con otro sorbo de agua y volvió a lo del funeral.
-Ya te dije.
-No me lo haz dicho.
-Pero me escuchaste decirlo, que es lo mismo.
-Casi lo mismo. La cosa es que no vas
-No puedo, además no tengo ganas.
Levantó sus cejas, levanté las mías.
-¿Te acuerdas del funeral de Colin? Que raro fue. Había más pacos que conocidos. O sea, salvo ustedes once, no digamos que fue mucha gente. Igual fue como el evento del año…
-El evento raro del año.
-Te entrevistaron en la tele.
-Dije puras tonteras.
-Defendiste a Colin que es distinto. Mi hermana no podía creer que a pesar de todo lo siguieras apoyando.
-Era mi amigo…
-Eso lo tengo muy claro. Además-, vaciló, -de que tenían muchas otras cosas en común.
No le contesté.
-El mismo tipo de sangre, por ejemplo-, siguió.
-Colin era un gran tipo, tu lo sabes.
-Si, pero eso no lo salva de lo que hizo.
El ruido de un helicóptero cortando la noche interrumpió la conversación. A través de la fina cortina de la ventana más grande de la pieza pude ver sus luces. Se perdió hacia el centro de la ciudad. Miranda volvió a agarrar su vaso y tomó otro trago. Un destello de luz bailó sobre lo poco que quedaba de agua. Pensé en que a ella jamás la vi convertirse en monstruo.
-El funeral de Edison va a estar más tranquilo-, dije.
-Hasta que algún colega tuyo haga la asociación de rigor y llegue a la Sociedad de los Increíbles Santiaguinos…
-Extraordinarios Santiaguinos-, corregí.
-Estaban muy locos.
-Leíamos historietas.
-Es como lo mismo.
Preferí no responderle. Terminamos la guerra hace siete años, lo importante ahora era continuar resguardando la paz. Volví a pensar en mi lado de la cama, en la última vez que había dormido en él.
-¿De dónde era?-, reanudó Miranda, fingiendo no recordar el nombre del muerto. Buen truco, yo lo habría usado. –Supongo que al igual que todos, también venía de provincia.
Es raro decir de provincia, cuando se vive en provincia.
-De Chillán, por ahí cerca, San Carlos creo, no me acuerdo muy bien.
-Y lo entierran en Santiago.
-Se quedó en Santiago después de la universidad, hizo familia que se yo, igual que el resto.
-Excepto tu.
-Excepto yo.
-Que volviste al sur.
-Que volví al sur-, rimé.
Sonrió, sonreí, sonreímos. Hace cuatro días dormimos juntos por última vez.
Me pidió que le mostrara de nuevo la cara de Edison. Tomé el teléfono, volví a desplegar la foto del difunto y se la enseñé. Agarró el celular y lo miró de cerca. Comentó que era como feo.
-Más que yo
-Tu nunca has sido feo, te gusta creerte feo que es distinto.
Por eso me enamoré de ella.
-¿Cuál era su personaje?-, me preguntó devolviéndome el teléfono.
-Alsino-, le dije mientras dejaba el móvil en el velador, -el de las alas de ángel-, abrí los brazos, ella se rió.
-No tienes ninguno de esos dibujos en el teléfono.
-No…
Nos quedamos callados, como si el tema hubiera llegado a un punto muerto. Respiró hondo y dijo que me entendía, que de ponerse en mi lugar tampoco iría.
-Es ofrecerse a la boca del lobo-, sumó. –Habrá pasado tiempo pero todavía siguen siendo amigos del terrorista más famoso de este lado del planeta...
-Colin Campbell no fue un terrorista.
-Para nada-, resaltó, -sólo voló en pedazos la torre de Telefónica.
Coqueteamos en mudo, los dos.
Le pregunté si me dejaba fumar, me contesto que sabía que no. Encima del velador, bajo la lámpara de noche, las caras sonrientes de Miranda y Julieta se fundieron en los puntos de luz que formaron mi rostro junto al de mi hija. Reconocí el fondo de la imagen, era del año en que nos separábamos, atrás se veía el volcán Villarrica y el lago del mismo nombre.
-¿Qué pasa con Julieta?-, le pregunté.
-Dímelo tu-, me respondió.
-Qué quieres que te diga, tu vives con ella.
-Ese es el problema-, me devolvió subiendo la voz, recordándome en cuatro palabras a mi propia madre. Pasa. Antes no lo creía, pero pasa.
-Yo la veo bien-, le contesté con el tono más pausado que pude.
-Con tal que vengas a comer, es puro encanto, pero te vas y aparece la-, dudó. –… la cabra de mierda, perdóname.
-Tiene catorce años-, justifiqué.
-Ni quiero pensar como va a ser a los dieciséis-, hizo un alto. –Está tan difícil, Colin . En serio, no es rabia, es miedo. Me asusta que le pueda pasar algo malo.
Fue exactamente lo que me dijo esta tarde, cuando me llamó para invitarme a comer. “Hola, ¿cómo estás?, disculpa que no te haya avisado antes, puedes venir a la noche, quiero hablar contigo, es importante, estoy preocupada por la Julieta, tipo ocho y media, nueve, perfecto te espero”. No tuvo que esperar mucho, llegué a la hora exacta. Con ella siempre voy a ser la persona más puntual del universo.
-¿Viste lo que se hizo en el brazo?-, estalló y por primera vez en muchos tiempo me di cuenta de como habían pasado los años por ella. No era que se viera más vieja, sino de sentirse con más de cuarenta. Estuve seguro que de seguir a su lado sería de otra forma, más cabra chica, más como yo.
-Una cicatriz
-¿Y vas a decir eso no más?
-Qué quieres que te diga, a los catorce tu también te hiciste un tatuaje.
-A los diecisiete-, me corrigió. –Además no es lo mismo.
-Si tu lo dices.
-No sé para que te llamo, pase lo que pase siempre vas a ponerte de su lado.
-No se trata de ponerse del lado de alguien.
-¿De qué entonces? Tu hija se corta el brazo y se lo amarra con alambres y a ti te da lo mismo…
-No he dicho que me dé lo mismo…
-Quizá que cosa se dibujó debajo de esas vendas. Quizás donde se lo hizo, capaz que salga con una infección y haya que pagar una clínica y…
-Un infinito-, interrumpí, -se dibujó un infinito, un espiral que baja hacia otro espiral, es un símbolo de una teoría…
-¡Me importan pico las teorías!-, gritó.
-Se lo hizo en una tienda con permisos y papeles de sanidad al día. Puedo decirte incluso donde queda.
-¿Y como sabes eso?-, bajó su tono de voz.
-Me lo contó por teléfono, me dijo que le dolía un poco, pero que no te dijera nada porque te ibas a preocupar.
-Tal vez deberías llevarte a Julieta a vivir contigo…
Inclinó su cabeza como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Sólo a punto. Miranda no llora, nunca he sabido a ciencia cierta por qué. La única vez que se lo pregunté me contó que tras la muerte de su papá, cuando tenía diez años, se le había olvidado llorar.
-Quizás deberíamos hablarlo con ella-, propuse.
-Estás loco. Contigo a medio tiempo en la casa, en menos de un año la tenemos embarazada o algo peor-, hizo un alto. –Una cicatriz, Colin , eso es para siempre. Qué va a pasar cuando crezca y quiera buscar trabajo. Raparse es una cosa, porque el pelo crece, hacerse un tatuaje también, porque se borran…
-Tú no te has borrado los tuyos.
-Los tengo donde no se ven….
Recordé la última vez que se los había visto. Una mariposa sobre el pubis, unas letras chinas en el pecho izquierdo, otra mariposa en la espalda, bajo los hombros y una serpiente en la nalga izquierda. Todos pequeñisimos. Cuando nos conocimos tenía una cadena de púas alrededor del tobillo derecho, pero se lo borró poco después del nacimiento de Julieta. Nunca le gustó, además le recordaba a su primer novio, una mala relación. Yo fui el segundo y final. Tal vez era una buena noche para volver a verlos.
(Continuará)
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