FORTEGAVERSO: EL HORROR DE BERKOFF: UN HOMBRE ELEFANTE EN EL SUR

domingo, diciembre 07, 2008

EL HORROR DE BERKOFF: UN HOMBRE ELEFANTE EN EL SUR


Perci era uno de los dos profesores de castellano de educación media y además estaba a cargo de un electivo de literatura y otras narrativas para los terceros y cuartos, antes había hecho filosofía, pero ya no. Según él, nunca tuvo claro como enseñar filosofía por lo que la mitad de los contenidos los inventaba. “Veíamos películas como 2001, La Naranja Mecánica y Apocalipsis Ahora”
–¿Quienes han venido? –le pregunté–. Del curso, compañeros.
–Casi todos, pero de ratos, a saludar. Ha pasado el tiempo, la gente ya no es tan cercana, cambia de amigos, de familias incluso. Ayer vino el Ojo.
–Que fuerte. Con máscara supongo.
–No sale de su casa sin ella, bueno en verdad casi ya no sale de su casa.
–¿Todavía vive con su madre?
–Con quien más.
–Siempre me he preguntado que va a pasar con él cuando su mamá se muera.
–Tu y todo Salisbury. Igual el papá lo dejó bien, con plata y propiedades.
–La plata y las propiedades no te salvan de la soledad.
–No es tan mala la soledad, Martinic. Yo soy solo y sigo vivo.
–Tu no eres solo, te gusta estar solo que es distinto. Además eres normal, no te da espanto mirarte al espejo.
Nos quedamos callados. El Ojo era Guillermo Geissbüller, hijo del reverendo Geissbüller, un pastor de la iglesia Metodista de Salisbury que después se hizo agricultor. Fuimos sus compañeros entre kinder y sexto básico, después se retiró y su mamá completó su educación en casa. A pesar de la máscara era muy fuerte para él estar con personas normales. Casi tanto como para nosotros mirarlo todos los días. Guillermo era la versión local del hombre elefante. Como John Merrick había nacido aquejado del llamado mal de Proteus o Neurofibromatosis. Su papá, tan fanático religioso como imbécil, había visto lo de su primogénito como una prueba del Señor y se comparaba con Job, por lo mismo obligó a su niño a andar con la cara descubierta hasta los 4 o 5 años. Guillermo tenía una enorme protuberancia sobre el lado derecho de su cara, lo que le tapaba el ojo de ese hemisferio. Como morbosa respuesta su ojo derecho era desproporcionadamente grande y salido de su órbita, razón por la cual los niños lo bautizamos como el Ojo. Lo peor de todo es que no sufría de retraso sino que era muy inteligente, sobre todo para las matemáticas. Recuerdo cuando lo vi por primera vez, el día uno del prekinder, en 1978 o 1979. Fue como un puñetazo en la cara, algunas niñas (y niños, Juanjo entre ellos) estallaron en llantos. Con el tiempo nos fuimos acostumbrando, pero al crecer uno se va poniendo más cruel, descubriendo algo que podría definirse como repulsión. Cuando cumplimos 8 años obligamos, a través de nuestros padres que presionaron a los suyos, a que el Ojo cubriera su cabeza con una mascara, en verdad una capucha blanca o negra. Fue el primer paso. Con la adolescencia el rechazo se hizo tan violento como nuestras hormonas. El último día de sexto, cuando la mayoría teníamos entre 11 y 12 años, el Ojo dejó de ser nuestro compañero.
O dejó de seguir con nosotros, que es similar pero no lo mismo.

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