FORTEGAVERSO: SANTA GRACIELA: VAMPIROS EN DICTADURA (5ª PARTE)

jueves, enero 15, 2009

SANTA GRACIELA: VAMPIROS EN DICTADURA (5ª PARTE)



–¿Que cresta pasó acá soldados? –preguntó el Cura.
Pero no necesitamos responderle
Del otro lado del piso escuchamos gritos y más disparos.
–No estamos solos, mi capitán –le dije. El Cura me miró, bajó su arma y partió corriendo hacia el lugar de donde venían los tiros. El capitán Arancibia y los soldados lo siguieron. Medina y Troncoso continuaban petrificados, con los ojos clavados en las tripas del Oso, que caían de la mesa de torturas hacia el piso.
–Agarren sus armas y vamos con mi capitán –les ordené.
Sepúlveda me ayudó a sacudirlos. Teníamos que salir de allí.
Había sido una carnicería. El lugar estaba con la puerta cerrada y entre todos tuvimos que abrirla. Seis comandos navales y dos soldados habían sido descuartizados por garras y dientes. Las cabezas, brazos y torsos aparecían arrancados de cuajo y todo el lugar había sido bañado en sangre. Arancibia no podía creer lo que estaba viendo, el Cura menos. Los últimos diez minutos en la vida de quienes habíamos sido enviados a inspeccionar Santa Graciela no tenían sentido ni lógica. El Cura se volteó hacia mí y me preguntó.
–Carrasco, dígame qué mierda ocurrió en la sala de interrogatorios, detalle por deta...
No alcanzó a finalizar cuando un nuevo disparo y un par de gritos nos hicieron saltar con nuestras armas preparadas. Reconocí las voces. Eran Sepúlveda y Medina, quienes se habían quedado rezagados en el pasillo. Troncoso me miró con la cara de un niño de seis años, muerto de miedo, que necesitaba urgente su mamá. Me fijé que sus esfínteres se habían relajado y una línea de orín manchaba sus pantalones. Era primera vez que veía a un hombre adulto mearse de miedo. Entonces la oscuridad del fondo del pasillo nos arrojó las cabezas de nuestros compañeros. A Sepúlveda le habían arrancado los ojos mientras la espina dorsal de Medina se mantenía aún pegada a su cuello.
El Cura y el capitán de los navales hicieron sonar los seguros de sus armas, advirtiendo que no iban a dudar en abrir fuego. Entonces contemplamos como la oscuridad avanzaba hacia nosotros, tomando de a poco la forma de una maraña de brazos largos y delgados, extremidades todas pegadas a cuerpos rastreros en forma de serpiente y caras que alguna vez habían sido humanas, deformadas a un extremo indescriptible. Ojos negros y desorbitados, arrugas cadavéricas y mandíbulas desencajadas con grandes dientes afilados como dagas. Las abominaciones se arrastraban hambrientas hacia nosotros. El Cura fue el primero en disparar, luego Arancibia, después el resto de nosotros. Las balas zumbaron por el pasillo y se clavaron en la piel de las criaturas sin siquiera abrirlas. Una de ellas, la que venía a la vanguardia, se levantó sobre su cola hasta alzarse a una estatura superior a la de un hombre, extendió sus brazos hacia nosotros y pronunció con una voz chillona y al mismo tiempo anciana:
–Perded toda esperanza.
El resto de las alimañas se enrollaron alrededor suyo, listas a caer sobre nosotros. Una de las criaturas lamía las heridas del cuerpo de un hombre que llevaba en sus brazos. Era lo que quedaba de uno de nuestros amigos, prólogo perverso de lo que nos esperaba.
Y fue ahí cuando el fuego nos salvó. Las balas se habían agotado y las garras ya estaban a centímetros de nuestros cuellos, cuando una antorcha se interpuso en el acecho de los monstruos. Las criaturas retrocedieron despavoridas, emitiendo chillidos repulsivos. Al fondo del pasillo vimos una serie de antorchas encenderse y apartar a las bestias, algunas de las cuales se deslizaron bajo junturas de paredes, reduciendo sus tamaños a niveles imposibles. Otras se convirtieron en polvo y doy mis ojos a que un par tomaron la forma de arañas y salieron rápido del pasillo. Tres hombres, sucios y con barbas nos miraban desde donde, hacía sólo segundos atrás, habían estado las criaturas. Los tres estaban armados con antorchas y palos.
–Por acá –dijo uno de ellos, invitándonos a seguirlo. –El fuego espanta a los parásitos, pero sólo por un rato. Hay que esconderse donde nunca se atreverían a ir.
–¿Dónde? –le preguntó uno de los soldados.
–A la luz del día –le contestó otros de los hombres.
–¿Parásitos? ¬–preguntó el Cura.
–Así los llama el alemán –le respondió el primero.
–¿Qué alemán? –continuó mi capitán.
–Deje las preguntas para después y traiga a sus hombres. O lo que queda de ellos.
Abrimos uno de los portalones y salimos al patio. El aire frío y nublado nos cubrió como un viento de esperanzas. El Cura miró hacia el interior de la casa, tratando de hallar una explicación a lo que había sucedido. A lo que habíamos visto.
–No soportan el sol, es el único refugio que nos queda –explicó uno de los extraños –entenderá que cuando cae la noche, las cosas se vuelven más complicadas.
El capitán Arancibia se adelantó y apuntó con su arma al hombre que nos hablaba.
–Identifíquese civil.
El hombre se rió.
–Ustedes los milicos nunca dejan de ser unos imbéciles. Dispáreme si quiere, ya acaba de ver nuestra situación, estamos tan muertos como todos ustedes.
–Identifíquese... –le repitió.
–Mi nombre es Esteban Maroto –pronunció el hombre–. Profesor de la escuela de ingeniería de la Universidad de Concepción y dirigente del MIR, para servirle –sonrió.
–Usted debería estar en un calabozo –continuó el hombre a cargo de los infantes navales.
–Deja de hablar imbecilidades, Arancibia –le respondió otra voz, que vino desde el fondo del patio–. Y haznos el favor de bajar tu arma.
Un uniformado, con insignias de la armada, apareció acompañado de dos hombres y cuatro mujeres. Uno de los hombres, también llevaba colores navales.
–Capitán Correa –pronunció el Cura, reconociendo a quien se suponía debía estar a cargo del presidio.
–El mismo. Y usted es Carmine, del ejército, me acuerdo de su cara en una reunión hace como un mes en Santiago. Recuerdo que nos contó que había sido cura, entonces sabe de estas cosas, porque no le dice a su compañero que se tranquilice.
El Cura miró al superior de los navales, este bajó el arma.
–Perfecto –continuó el tal Correa. –Como pueden ver nuestra situación es bastante inusual y en los metros cuadrados de esta isla hace rato ya que no hay diferencias políticas. Ni colores, ni buenos, ni malos...
–Usted no tiene la autoridad para... –interrumpió Arancibia.
–¿De qué autoridad me está hablando, mi capitán? Estamos perdidos en medio de la nada, encerrados con algo que no podemos explicar, sin poder decirle a nadie. Y lo que es peor, sin poder salir.
–Tenemos un bote.
El hombre torció una extraña sonrisa, como si por ahora prefiriera evadir el tema.
–Esas cosas, mi capitán, son parásitos y tienen hambre. Todas las noches perdimos a uno de los nuestros. Algunos se convierten en su cena, otros en algo peor.
–¿Algo peor? –preguntó el Cura.
–Cuando no tienen hambre nos cazan para aumentar su manada, creo que sabe bien de lo que les hablo. Sus soldados –nos miró –vieron como la muchacha que usaron de cebo se convirtió en algo muy distinto a una joven hermosa. También lo que le hizo al sujeto grande que venía con ustedes. Pues hasta hace dos días, ella era una asustada estudiante de inglés de 19 años, presa por culpa de su novio. Pero eso no es lo peor. Están desesperados, saben que cada día somos menos y que no pueden vivir de los milicos que envíen desde afuera. Quieren entrar al continente, desatar una carnicería, pero son incapaces de nadar. No pueden cruzar el agua sin ayuda de seres humanos, por eso es complicado regresar, porque si lo hacemos podemos llevar a uno de ellos sin darnos cuenta. Y se reproducen rápido. En una noche, uno se convierte en dos, luego en cuatro y así hasta el infinito. Por eso tuvimos que hundir su bote.
–Que hizo que... –rugió Arancibia, a punto de saltarle encima.
–No se preocupe, mandé a buscar a su piloto–. Troncoso me miró, tenía una expresión de perro moribundo en su cara–. Son parásitos, mi capitán. Pueden infectar a cualquiera de nosotros y usarnos para salir de la isla. Su lanchón era demasiado peligroso, podían usarlo para cruzar el agua.
–Hijo de puta
–Sin insultos, por favor.
El Cura se adelantó a Arancibia
–¿Cómo es eso de que no cruzar el agua? –preguntó.
Otra voz le respondió.
–Porque estas criaturas, como todas las alimañas malignas no pueden pasar con sus propios medios sobre o bajo agua en movimiento. Ni ríos, ni lagos, ni mares.
Un hombre canoso apareció en mitad del patio, llevaba un sombrero de ala ancha, como de vaquero y estaba vestido a la usanza de patrón de fundo. Un par de escopetas aparecían amarradas a su espalda y un juego de cuchillos destellaba de su cinturón. Debía tener unos cincuenta años, sino más. Estaba acompañado de un sujeto alto y fornido, con obvios rasgos mapuches.
–¿Y usted quien es? –le preguntó el Cura.

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1 Comentarios:

A la/s 4:48 p. m., Anonymous Anónimo dijo...

wuaaaa!! hiperentretenida la historia me estoy transformado en una boras lectora de tu narracion.

 

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