EL HORROR DE BERKOFF: AMIGOS IMAGINARIOS
DIEZ CON UN MINUTO de la noche y las calles de Salisbury estaban vacías. La lluvia ya no era tan fuerte pero seguía tan intensa como durante la tarde, gotas finas pero mojadoras, como decía mi padre y los padres de todos los niños del pueblo. De vez en cuando un auto, el sonido de un camión rompiendo el viento sobre la Panamericana, el silbato de un tren de carga, ecos de sonidos lejanos retumbando contra las nubes.
–Camina rápido.
–Cállate.
–No mires atrás.
–No lo hago.
–Tampoco al frente, baja la mirada, que no te vean.
–¡Cállate, dejame tranquilo!
–No puedo.
–¿Cómo que no puedes?
–Me preocupas.
–Entonces ven conmigo, pero no me hables.
–Es un trato.
–Y siempre cumples con tus tratos.
Podía sentirlos, corriendo sobre los techos, el golpeteo continuo de sus pies huesudos con tres dedos. Como niños brincadores, como ratones gigantes y bípedos. Murmuraban, hablaban con sonidos monótonos, sin vocales, una sucesión enferma de consonante contra consorte, “eses” chocando con “pes” y todas arremolinadas alrededor de “erres” en una cadencia inmoral, infame, enferma. Bajé la mirada y seguí avanzando. Mientras no pudieran mirarme a los ojos todo iba a estar bien. Por el entrecejo los observaba colgar de las paredes, esconderse en los rincones, saludarme con sus brazos largos, invitarme a ir con ellos. Pero hoy no, ya no era el niño de hace veinte años que si los hizo entrar. Que aún pudiera ver a mis amigos imaginarios era una cosa, que estuviera dispuesto a volver a jugar con ellos otra muy distinta. La cancha ahora era diferente, había cosas que me importaban más que protegerme de sus bocas y sus dientes afilados. Y mucho más que pactar con ellos, tranzando juegos por protección. Saqué mi teléfono y busqué alguna señal disponible. Nada. La noche había caído con su cono de silencio espantando almas vivas y muertes, devorando con la magia de lo desconocido a la tecnología de los hombres.
Apuré el paso siguiendo a una fila de ratas que parecían desesperadas por esconderse en alguna cuneta. Chillaban espantadas, horrorizadas de las sombras que volaban sobre ellos, atrapándolos para reemplazar con su sangre la de aquellos que no los dejaban entrar. Lo venían haciendo desde siempre, desde que se asomaron de las profundidades de la tierra Así sobrevivían, despedazando animales para suplir con ellos lo que los hombres ya no les daban. Ganado y ratones en lugar de niños, nadie les iba a entregar a sus pequeños, por mucho que rascaran los vidrios y dijeran que era la última vez. Los papás de Pablo Tocornal fueron los últimos que confiaron en sus mentiras y todos vimos lo que le pasó a la familia, como la locura terminó infectándolos. La maldición y el legado de Berkoff nos decía Perci inventando uno más de sus relatos de espanto.
–Perci nunca ha inventado nada.
–Pero él no lo sabe,
–Camina más rápido y no pienses en los monstruos, si los visualizas en tu cabeza bajaran a buscarte.
–No van a hacerme daño.
–Claro que no. Te protege el latido, por eso…
–Por eso queé… tu también vas a condenarme por haberme hecho amigo de los monstruos.
–Nunca fuiste su amigo, lo hacías por interés, para que no te hicieran daño.
–Siempre he sido así, funcional para mis relaciones, tu lo sabes. No tengo amigos, mis cercanos son personas de quienes necesito algo. Si ellos querían jugar conmigo a cambio de no morderme, no me iba a negar.
–Tambien lo hiciste para proteger a tus amigos.
–Fue parte del trato.
–¿Y te funcionó?
–Casi, Juan José no se libró.
–A él no lo mataron los montruos.
–Tata, hay más monstruos, muchos más de los que viene caminando tras mío.
–Camina rápido.
–Cállate.
–No mires atrás.
–No lo hago.
–Tampoco al frente, baja la mirada, que no te vean.
–¡Cállate, dejame tranquilo!
–No puedo.
–¿Cómo que no puedes?
–Me preocupas.
–Entonces ven conmigo, pero no me hables.
–Es un trato.
–Y siempre cumples con tus tratos.
Podía sentirlos, corriendo sobre los techos, el golpeteo continuo de sus pies huesudos con tres dedos. Como niños brincadores, como ratones gigantes y bípedos. Murmuraban, hablaban con sonidos monótonos, sin vocales, una sucesión enferma de consonante contra consorte, “eses” chocando con “pes” y todas arremolinadas alrededor de “erres” en una cadencia inmoral, infame, enferma. Bajé la mirada y seguí avanzando. Mientras no pudieran mirarme a los ojos todo iba a estar bien. Por el entrecejo los observaba colgar de las paredes, esconderse en los rincones, saludarme con sus brazos largos, invitarme a ir con ellos. Pero hoy no, ya no era el niño de hace veinte años que si los hizo entrar. Que aún pudiera ver a mis amigos imaginarios era una cosa, que estuviera dispuesto a volver a jugar con ellos otra muy distinta. La cancha ahora era diferente, había cosas que me importaban más que protegerme de sus bocas y sus dientes afilados. Y mucho más que pactar con ellos, tranzando juegos por protección. Saqué mi teléfono y busqué alguna señal disponible. Nada. La noche había caído con su cono de silencio espantando almas vivas y muertes, devorando con la magia de lo desconocido a la tecnología de los hombres.
Apuré el paso siguiendo a una fila de ratas que parecían desesperadas por esconderse en alguna cuneta. Chillaban espantadas, horrorizadas de las sombras que volaban sobre ellos, atrapándolos para reemplazar con su sangre la de aquellos que no los dejaban entrar. Lo venían haciendo desde siempre, desde que se asomaron de las profundidades de la tierra Así sobrevivían, despedazando animales para suplir con ellos lo que los hombres ya no les daban. Ganado y ratones en lugar de niños, nadie les iba a entregar a sus pequeños, por mucho que rascaran los vidrios y dijeran que era la última vez. Los papás de Pablo Tocornal fueron los últimos que confiaron en sus mentiras y todos vimos lo que le pasó a la familia, como la locura terminó infectándolos. La maldición y el legado de Berkoff nos decía Perci inventando uno más de sus relatos de espanto.
–Perci nunca ha inventado nada.
–Pero él no lo sabe,
–Camina más rápido y no pienses en los monstruos, si los visualizas en tu cabeza bajaran a buscarte.
–No van a hacerme daño.
–Claro que no. Te protege el latido, por eso…
–Por eso queé… tu también vas a condenarme por haberme hecho amigo de los monstruos.
–Nunca fuiste su amigo, lo hacías por interés, para que no te hicieran daño.
–Siempre he sido así, funcional para mis relaciones, tu lo sabes. No tengo amigos, mis cercanos son personas de quienes necesito algo. Si ellos querían jugar conmigo a cambio de no morderme, no me iba a negar.
–Tambien lo hiciste para proteger a tus amigos.
–Fue parte del trato.
–¿Y te funcionó?
–Casi, Juan José no se libró.
–A él no lo mataron los montruos.
–Tata, hay más monstruos, muchos más de los que viene caminando tras mío.
Etiquetas: El Horror de Berkoff
2 Comentarios:
La historia no afloja. Como una lee distintos fragmentos de la historia, eso hace que la intriga aumente.
Saludos ;D
Hmmm... no se que pasó, pero el post de arriba es mio ;D
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