BESTSELLERLOGIA
Es más fácil torcer la mirada ante fenómenos como “El Código Da Vinci” o Stephen King, que reconocer su valor artístico. Así es la forma del Best Seller, la estética más básica en el encanto de contar una historia, la de entretener por entretener y leer por leer.
Este articulo fue publicado originalmente en Revista de Libros, El Mercurio. Marzo, 2004
LETRAS PARA LAS MASAS
Se ha dicho harto, que “El Código Da Vinci” es una gran hamburguesa con papas fritas. De hecho lo es. Y está bien que lo sea. Ese es su rol en el escaparate de las librerías y las mesas de noche de los lectores, nadie está aquí para decir otra cosa. Como nadie tampoco está aquí para negar el delicioso encanto de una buena hamburguesa con papas fritas. Pero no hay nada de despectivo en el ejercicio de comparar el libro de Dan Brown con un plato de comida rápida, todo lo contrario. Es verdad que a vuelo de pájaro “El Código Da Vinci” puede abordarse como una oportunista y ligera versión de “El Péndulo de Foucault” de Umberto Eco, pasado por el colador de esos clásicos paranoicos que son “El Retorno de los Brujos”, los “Caballo de Troya” y “El Enigma Sagrado” más un buen episodio de “Los Expedientes Secretos X”. Pero en esa misma mirada hay que ser ingenuos para pensar que bajo su forma –y fórmula- de best seller, “El Código Da Vinci” carece de valor artístico. Porque en la metáfora del fast food literario, el libro de moda de este verano está en definitiva mucho más cerca de la barra de la Fuente Alemana que de las bandejas de un McDonald. Y eso ya marca una diferencia.
La fascinación que despierta la novela de Dan Brown radica en el modo como gatilla el voyerismo más explícito del lector compulsivo, ese que no tiene nada que ver con James Joyce y la mal llamada literatura artística, sino con el placer primordial de leer una buena historia. El libro apela a esa fascinación infantil intrínseca que por siempre nos han despertado las aventuras, el misterio, los mitos populares, el cómic, el cine, la tensión sexual fácil y la morbosa educación televisiva que todos llevamos dentro. Torcer la mirada ante un libro como éste es caer en el mismo esnobismo de quienes desprecian los “Harry Potter” por ser infantiles y escapistas, cuando esa es precisamente la maravilla de su encanto. En sus respectivas esquinas en la arena de los superventas, los volúmenes de Dan Brown y J.K.Rowling son los hijos preferidos de la industria, el arma perfecta para seducir lectores, enamorarlos en el arte de narrar y conducirlos a las llamadas obras mayores de la literatura.
Casualidades. Hace poco leía en la edición online de un diario argentino como un crítico alababa la obra de Charles Dickens ante una lujosa reedición de “David Copperfield”, relegando en la misma página a “El Código Da Vinci” al puesto de un simple fenómeno menor de verano. Valida su opinión pero absolutamente contradictoria, los puntos en común entre Dickens y Brown son más de lo que aparentan. Es cierto, la ficción de Dickens influyó en cambios sociales en la Inglaterra victoriana y la de Brown está a años luz de lograr algo así –tampoco lo pretende-, pero en materia estética, la forma del folletín, de la soap opera, une ambos mundos. “David Copperfield”, “Oliver Twist”, los libros de Alejandro Dumas, Julio Verne, Robert Louis Stevenson, etc, son los “Códigos Da Vinci” de hace doscientos años. Seducían, maravillaban, era seriadas en los periódicos como si estos fueran el canal Sony de la época. Dickens escribía best sellers pero sus libros no era considerados ni populares, ni comerciales; ni alta gastronomía ni comida rápida. Eran simplemente novelas.
El año pasado cuando la National Book Foundation condecoró a Stephen King por su “distinguida contribución a las letras norteamericanas”, el esnobismo literario se levanto en dos frentes. Por un lado los contrarios a la nominación y por otro –tan previsibles como los anteriores- quienes saltaron de regocijo ante el reconocimiento que se le daba a lo más parecido a una estrella de rock que ha parido la industria editorial estadounidense. King, por cierto, merece este premio. Puede que parte de su obra sea olvidable, pero libros como “Carrie” y los relatos recopilados en “Las Cuatro Estaciones” están entre lo más valioso de la narrativa contemporáneo popular. Sin temor a exagerar, el espíritu “marktwainesco” de “It” esta más cerca de la ansiada gran novela americana que, digamos, “Middlesex” de Jeffrey Eugenides. Pero King tiene un gran pecado: ser él. Escribir terror y vender demasiado. Datos que levantaron la voz de Harold Bloom, acaso el más ferviente custodio de la tradición artística en la literatura occidental. Desde su tribuna, Bloom no tardó en señalar el terrible error del reconocimiento otorgado al autor de “El Resplandor”, un escritor a su juicio menor. Lev Grossman, crítico de la revista Time salió a la defensa de King con un argumento bastante decidor: los libros y los escritores no son ni mayores ni menores, son simplemente buenos o malos. En un ejercicio de autocrítica, Grossman observó cómo lo literario –para críticos y autores- se ha convertido en sinónimo de lo complejo y lo difícil de leer, donde la suma de pasar un buen rato y la ficción como arte se ha convertido en una combinación prácticamente imposible.
Pero el panorama no es tan negro como lo pinta Grossman. El límite entre la llamada estética del best seller y la literatura artística esta cada vez más borroso. Y no sólo por la legitimación de autores como Stephen King y J.K.Rowling sino gracias a las nuevas corrientes que soplan sobre el panorama narrativo occidental. El escribir para entretener, una premisa que por cincuenta años estuvo reservada a autores como Arthur Hailey y Tom Clancy, está contagiando a la selección seria de la literatura. Que la anteriormente citada “Middlesex” de Eugenides conjugue en sus casi setecientas páginas una saga familiar a lo Faulkner con elementos de ciencia ficción de kiosco y serie del canal Warner pone en alerta sobre las nuevas formas de la literatura. Michael Chabon (“Las Asombrosas Aventuras de Kavalier y Clay”) una de las voces más lúcidas de la novelística contemporánea, editó el año pasado “McSweenney`s Mammoth Treasury of Thrilling Tales”, una antología que reúne a gente tan diversa –y dispersa- como Nick Hornby, Neil Gaiman, James Ellroy y Stephen King bajo el encargo de escribir un cuento de aventuras, un relato a la antigua, sobre piratas, invasiones marcianas, corrupciones o héroes de antifaz. El resultado, uno de los volúmenes de relatos más saludables en mucho tiempo y un muestrario del lugar hacia donde, según gente como Grossman y el escritor Dave Eggers, conduce la nueva prosa.
Stephen King y fenómenos como “El Código Da Vinci” ponen a la crítica tradicional en la disyuntiva de haber pasado medio siglo alabando la prosa por su técnica, belleza y lenguaje obviando el gusto -casi inocente- que da un argumento contado con ganas e ingenio. Lev Grossman lo alerta en la conclusión de su respuesta a Harold Bloom: “la próxima ola literaria no vendrá de arriba sino de abajo, de los anaqueles de los supermercados”. Por eso que nadie se sorprenda si Dan Brown y sus conspiraciones se llevan algún premio en los próximos meses, si es por seducir lectores e invitar a leer ficción, su carrera ya esta ganada. Las hamburguesas llegaron para quedarse, esperemos que bien aliñadas.
1 Comentarios:
Uno: hey tío, saludos y thanks por el saludo del otro día. Hostia puta, como dice Villalobos. Los blogs son más adictivos que los comics de Warren Ellis. Nota: encontré un ejemplar de "6O KILÓMETROS" nuevo!!! en Rancagua, escribí una entrada y la pasé al blog -foto incluida-.
y dos: este artículo de "Letras para las masas" es de lo mejor que te he leído.
a.
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