RECUERDOS DEL FUTURO
19 DE OCTUBRE DE 1934, cinco con un minuto de la tarde y el sol cae tras el puente Jefferson, iluminando de naranjo, verde y azul los muros grises de los rascacielos gemelos que sirven de torres de anclaje a la gruesa estructura suspendida sobre el río Hudson. Desde la terraza de mi apartamento, elevado en el nivel 28 del edificio sur del Franklin, puente hermano del Jefferson, veo como la noche se tiende sobre la gran ciudad. Hoy cumplo 75 años y a esta edad se me ha hecho rutina (y también obsesión) acompañar cada atardecer desde mi hogar, levantado en el primer viaducto rascacielos de Nueva York, esa supuesta aberración arquitectónica que Hugh Ferris ideó en 1914 y que terminó convertida en sello innegable de la metrópolis.
Hace algún tiempo conversé con Ferris. Regresábamos de un paseo por Central Park, cuando Igriega me señaló la conmoción que había en la esquina de la Quinta con la 42. Una enorme grúa cuadrúpeda levantaba una viga de acero ante el resguardo de la policía y la admiración de los curiosos. Y bajo el chirriante y colosal brazo artificial, el hombre que cambió la cara de Manhattan supervisaba en persona la construcción del primero de sus grandes arcos. Cuando la multitud despejó el lugar, me acerqué hasta el arquitecto y le conté que era extranjero, que venía de Concepción, en Chile. El fue escueto, me respondió que era una gran y hermosa ciudad. Entonces me atreví a preguntarle si acaso, entre sus planes, estaba construir alguna día por allá. Ferris sonrió, tocó mi hombro y me contó un secreto: hacía un tiempo le propuso al gobierno chileno levantar en el centro de Concepción una torre de 200 pisos, la que con su altura no tardaría en convertirse en símbolo de la capital de la metahulla. Pero sus diseños no tuvieron buena acogida entre las autoridades e inversores. “Más adelante podría volver a intentarlo”, le propuse. El levantó sus brazos y negó con la cabeza. Argumentó que los años ya le pesaban y con la Gran Manzana tenía tarea suficiente hasta su retiro. Era un sujeto grueso y bajo, más amable que la mayoría de los nativos de la isla. Antes de despedirme le dije que vivía en una de las torres del Franklin, me preguntó si aún continuaban los problemas con la calefacción. Alcé mis hombros, él los suyos. Luego regresó con su grupo de obreros. Igriega me preguntó quien era, yo le mostré sus obras.
A propósito de Ferris. En tres días más se abren las votaciones para cambiar el nombre de Nueva York a Empire City. Los periódicos y el teleradio aseguran que la propuesta será acogida con más de un 80% de votos a favor. Los neoyorquinos están hartos de vivir bajo un nombre que remite tanto a la difunta corona inglesa y creen que Empire City resume mejor la idea que envuelve a esta fascinante metrópolis: ser la capital del mundo libre. Nueva York o Empire City, como sea, continuará siendo mi ciudad adoptiva. Lo ha sido desde ya hace casi tres décadas. Sus calles y desfiladeros terminaron transformándose en el lugar donde finalmente aprendí a vivir con mis extraños sueños. O a aprovecharlos, que es parecido pero no lo mismo. Recuerdo que cuando anunciaron la construcción de la línea continúa de aerocarril entre Concepción y Nueva York me entusiasmé. Estaba seguro que acá podría solucionar muchas cosas y matar para siempre los fantasmas que me acosaban. Jamás pensé que podría estar tan en lo correcto.
Esta mañana, cuando regresaba del mercado, un vecino me preguntó si iba a votar en favor de Empire City, le contesté que en absoluto. Estoy tan acostumbrado a que los cambios resulten positivos, que podría dar fe a que la nueva identidad de la ciudad será favorable para todos. Además ya estoy viejo y quiero seguir viviendo en un mundo de maravillas.
Una reluciente ala volante de pasajeros, con el emblema de la Alemania Imperial pintado en sus colas gemelas, cruzó por encima del puente y se dirigió en silencio hasta su puerto de anclaje, en lo alto de la mayor de las torres del Centro Universal, la estructura más elevada de Manhattan. A medida que bajaba su velocidad, el vapor verdoso de la metahulla serpenteó reluciente bajo su inmensa estructura, ligeramente parecida a una manta raya. Miré la hora. Casi las seis de la tarde. A las siete y media había quedado con Igriega de juntarme en el vestíbulo del Empire State. Hace dos días me anunció que como regalo de cumpleaños me iba a invitar a comer al restaurante de lujo que yo quisiera. Elegí el Denham. Temprano llamó para avisarme que la reserva estaba confirmada y que vistiera elegante. Sólo me voy a poner corbata y chaqueta, el resto lo cumplo con zapatos y pantalones negros.
Me estiré lo más que pude por encima del borde del balcón y miré hacia la plataforma del puente, que se extendía entre las dos torres residenciales. Autos y más autos, todos esféricos y coloridos, corriendo en ambas direcciones por la cubierta superior, en la intermedia las vías de aerocarril y más abajo los rieles del viejo metro.
Volví a revisar la hora. Dentro de diez minutos tenía que estar allá abajo, tomando el subterráneo hacia la isla. Volteé hacia al poniente, una a una las estrellas comenzaban a brillar sobre la línea urbana de Jersey City. Tengo ganas de comer carne de ternera a punto medio, con el corazón bien rojo y sangrante.
Hace algún tiempo conversé con Ferris. Regresábamos de un paseo por Central Park, cuando Igriega me señaló la conmoción que había en la esquina de la Quinta con la 42. Una enorme grúa cuadrúpeda levantaba una viga de acero ante el resguardo de la policía y la admiración de los curiosos. Y bajo el chirriante y colosal brazo artificial, el hombre que cambió la cara de Manhattan supervisaba en persona la construcción del primero de sus grandes arcos. Cuando la multitud despejó el lugar, me acerqué hasta el arquitecto y le conté que era extranjero, que venía de Concepción, en Chile. El fue escueto, me respondió que era una gran y hermosa ciudad. Entonces me atreví a preguntarle si acaso, entre sus planes, estaba construir alguna día por allá. Ferris sonrió, tocó mi hombro y me contó un secreto: hacía un tiempo le propuso al gobierno chileno levantar en el centro de Concepción una torre de 200 pisos, la que con su altura no tardaría en convertirse en símbolo de la capital de la metahulla. Pero sus diseños no tuvieron buena acogida entre las autoridades e inversores. “Más adelante podría volver a intentarlo”, le propuse. El levantó sus brazos y negó con la cabeza. Argumentó que los años ya le pesaban y con la Gran Manzana tenía tarea suficiente hasta su retiro. Era un sujeto grueso y bajo, más amable que la mayoría de los nativos de la isla. Antes de despedirme le dije que vivía en una de las torres del Franklin, me preguntó si aún continuaban los problemas con la calefacción. Alcé mis hombros, él los suyos. Luego regresó con su grupo de obreros. Igriega me preguntó quien era, yo le mostré sus obras.
A propósito de Ferris. En tres días más se abren las votaciones para cambiar el nombre de Nueva York a Empire City. Los periódicos y el teleradio aseguran que la propuesta será acogida con más de un 80% de votos a favor. Los neoyorquinos están hartos de vivir bajo un nombre que remite tanto a la difunta corona inglesa y creen que Empire City resume mejor la idea que envuelve a esta fascinante metrópolis: ser la capital del mundo libre. Nueva York o Empire City, como sea, continuará siendo mi ciudad adoptiva. Lo ha sido desde ya hace casi tres décadas. Sus calles y desfiladeros terminaron transformándose en el lugar donde finalmente aprendí a vivir con mis extraños sueños. O a aprovecharlos, que es parecido pero no lo mismo. Recuerdo que cuando anunciaron la construcción de la línea continúa de aerocarril entre Concepción y Nueva York me entusiasmé. Estaba seguro que acá podría solucionar muchas cosas y matar para siempre los fantasmas que me acosaban. Jamás pensé que podría estar tan en lo correcto.
Esta mañana, cuando regresaba del mercado, un vecino me preguntó si iba a votar en favor de Empire City, le contesté que en absoluto. Estoy tan acostumbrado a que los cambios resulten positivos, que podría dar fe a que la nueva identidad de la ciudad será favorable para todos. Además ya estoy viejo y quiero seguir viviendo en un mundo de maravillas.
Una reluciente ala volante de pasajeros, con el emblema de la Alemania Imperial pintado en sus colas gemelas, cruzó por encima del puente y se dirigió en silencio hasta su puerto de anclaje, en lo alto de la mayor de las torres del Centro Universal, la estructura más elevada de Manhattan. A medida que bajaba su velocidad, el vapor verdoso de la metahulla serpenteó reluciente bajo su inmensa estructura, ligeramente parecida a una manta raya. Miré la hora. Casi las seis de la tarde. A las siete y media había quedado con Igriega de juntarme en el vestíbulo del Empire State. Hace dos días me anunció que como regalo de cumpleaños me iba a invitar a comer al restaurante de lujo que yo quisiera. Elegí el Denham. Temprano llamó para avisarme que la reserva estaba confirmada y que vistiera elegante. Sólo me voy a poner corbata y chaqueta, el resto lo cumplo con zapatos y pantalones negros.
Me estiré lo más que pude por encima del borde del balcón y miré hacia la plataforma del puente, que se extendía entre las dos torres residenciales. Autos y más autos, todos esféricos y coloridos, corriendo en ambas direcciones por la cubierta superior, en la intermedia las vías de aerocarril y más abajo los rieles del viejo metro.
Volví a revisar la hora. Dentro de diez minutos tenía que estar allá abajo, tomando el subterráneo hacia la isla. Volteé hacia al poniente, una a una las estrellas comenzaban a brillar sobre la línea urbana de Jersey City. Tengo ganas de comer carne de ternera a punto medio, con el corazón bien rojo y sangrante.
Etiquetas: Recuerdos del Futuro, Work in Progress
1 Comentarios:
NOTABLE. ferris, un genio.
influencia increíble (la ciudad que existe en mi mente le pertenece a él).
buenísimo tu texto. incluir a ferris... genial.
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