FORTEGAVERSO

domingo, noviembre 30, 2008

RECUERDOS DEL FUTURO (3)


YGRIEGA LLEGÓ a las ocho con siete minutos. Llevaba el vestido azul metálico que compramos en Saks para su cumpleaños pasado y el cabello rubio le caía con elegancia sobre los hombros. Se veía tan o más bella que cualquier muchacha neoyorquina de treinta años, fuera esta real o artificial. Detalle que ya ni siquiera era anecdótico. Saludó al maitre y esperó a que este le indicara donde yo estaba. Me fije que varios hombres la siguieron con la mirada. Me gusta que se vea y se sienta hermosa, me produce algo extraño, algo que sólo puedo definir como orgullo de padre. O de hermano mayor. O de algún raro tipo de pareja, ¿por qué no? Y es que hemos pasado tantos años juntos que lo anterior no tiene nada de anormal, sino del más puro y honesto de los cariños. Yo le salvé la vida, ella salvó la mía, nuestra unión es el mejor de los tratos.
–Disculpa, pero me fue imposible llegar antes –me dijo junto a la más perfecta de sus sonrisas. De no ser por el azul, casi transparente, de sus ojos sería una perfecta humana.
–Lo sé, no te excuses, son cosas que pasan en esta ciudad.
Más que humana, eso es ella.
–¿Viste quien está detrás de tuyo? –cambió repentinamente de tema, mientras tomaba su lugar.
–Alguna famosa
–No, uno de tus héroes.
–¿Puedo voltear?
–Cuando yo te diga
Esperamos un rato, mirándonos a los ojos, entonces ella me hizo el gesto. Fingiendo que algo se me había caído, miré más allá del respaldo de mi silla. En la mesa del fondo reconocí a Abner Ravenwood, el arqueólogo, efectivamente uno de mis héroes. Igriega me conocía mejor que nadie.
–Pensé que no estaba en el país, lo último que supe de él es que se había perdido en algún lugar de Egipto buscando el Arca de la Alianza.
–Quizás ya la encontró –Igriega continuaba siendo tan racional como cuando la conocí y su piel era brillante como plata recién pulida.
–Es cierto, quizás ya la encontró –repetí–. El tipo rubio y alto que está a la izquierda de Ravenwood, estoy seguro que lo he visto en alguna parte.
-Tu y la mitad de Manhattan en cualquier revista deportiva. Es Gordon, el atleta olímpico de Yale, el orgullo de la nueva raza americana como lo llama el Post.
Sonreí, ella continuó mirando a Ravenwood y a Gordon. En verdad este era un mundo maravilloso.
Vinieron a atendernos. Pedí un filete con ensaladas verdes y una copa de vino tinto chileno, además de un vaso de agua. Igriega sólo pidió lo último, le dijo al mozo que no se sentía bien. Da lo mismo si le creyó o no, desde que los números se convirtieron en réplicas, el mundo entero se ha acostumbrado a excusas baratas de hombres y mujeres más apuestos que el común de los humanos y que sólo beben agua pura, aún cuando acudan al más costoso de los restaurantes. Además hoy era mi noche, yo debía de comer bien.
Igriega siguió mirando a las celebridades. Cuando le pregunté el motivo de su fijación me respondió en voz baja que había escuchado el rumor de que Gordon era en realidad una réplica, pero que desde su lugar le era imposible ver el color de sus ojos. Después volteó hacia mi lado y me contó como había estado su día, luego me preguntó si había escrito. “Durante toda la mañana”, le conté, era cierto.
Trajeron el pedido. Yo levanté mi copa de vino, ella la suya con agua.
–Feliz cumpleaños, inspector –brindó ella, con la misma solemnidad con la cual se ha dirigido a mi desde el día en que nos conocimos, en la estación terminal de aerocarriles de Concepción. Claro, por supuesto, ¿qué sucedió desde entonces? Lo que tenía que pasar, me aproveché de la edad y la locura de Prat para disparar contra el brazo artificial de Grau. En cosa de segundos el salón de oficiales del Huascar se copó del más tóxico de los vapores metahullanos. La prótesis del peruano era vieja y por lo mismo, gracias al óxido del tiempo, más venenosa que lo que se desprendía del herido corazón de Igriega. Condell, Prat y el manco eran ancianos, se desesperaron y yo aproveché la confusión para agarrar el maltrecho cuerpo de mi compañera y salir de allí. Antes de hacerlo, cerré la puerta por fuera para que la ponzoña verde acabara su tarea. Luego me dirigí a cubierta, recosté a Igriega junto a los cañones y le ordené que sucediera lo que sucediera se limitara a dar fe a mis palabras. Que lo que yo dijera debía de ser tomado por cierto. Entonces agarré el revólver y me disparé en el hombro, sabía que tenía un poco de tiempo antes de desfallecer y lo aproveché para disparar un par de bengalas. Recuperé la conciencia dos días después en un hospital de Iquique. Tras ese lapso, Igriega había sido reparada y aunque le hicieron preguntas, en esos años la declaración de un organismo artificial no era tomada como aceptable. La trajeron, con un brazo de repuesto dorado y una cubierta del mismo color sobre el pecho izquierdo, hasta mi habitación, en el sanatorio, y nos hicieron declarar. Buena chica, confirmó cada una de mis palabras. Tal como pensé había sido una buena idea culpar a disidentes peruanos del asesinato, más aún meter a Grau como cerebro del entuerto. El sujeto era un rechazado tanto en su país como en el nuestro, era plausible que quisiera una revancha, cobrarse por años de humillaciones. Y así fue como el ex capitán del Huascar acabó liderando una inexistente célula terrorista peruana boliviana, responsable de las muertes de dos héroes como Prat y Condell y de una serie de actos violentistas contra el progreso chileno. Mi metálica compañera y yo nos convertimos en héroes de la prensa y sensaciones momentáneas para los programas de teleradio. Incluso Balmaceda nos dio un par de medallas, más la tranquilidad de cambiar la calle por un escritorio. Resultó mejor de lo que yo mismo imaginé durante la milésima de segundo en que tomé la decisión de contra quien disparar. Casi lo hice contra Prat, pero eso me hubiera obligado a asesinar del mismo modo a sus compañeros, lo que habría despertado sospechas demasiado evidentes. Lo del envenenamiento con metahulla dejaba tantas interrogantes como cabos sueltos, pero era mas convenientes para todos los intereses. Los de quienes pagaban mi sueldo y los míos. Con el fin de Prat acabaron también las explosiones de metahulla y el mundo tampoco se acabó, todo lo contrario, continuó avanzando, esta vez hacia las estrellas. De hecho, creo que lo único que no finalizó fueron mis sueños, aunque ahora, gracias a Igriega, vivo de ellos. Sucedió casi al llegar el nuevo siglo. Ya había dejado el servicio activo, estaba cada vez más sólo y un día me reencontré con Igriega a la salida del despacho de Rebolledo, entonces concejal por Concepción. Había pasado una temporada en Alemania donde un tal Hans Zarkov le habían dado una cubierta de piel artificial y activado su evolución de número a réplica. Luego de una larga conversación me sugirió que escribiera mis sueños, que les diera forma de novelas o relatos. Que me desahogara de ellos a través de la imaginación escrita. En 1901 publiqué 1879, una ucronía de los hechos ocurridos ese año tal cual los había soñado, sin metahulla y con el sacrificio de Arturo Prat y la tripulación de la Esmeralda. La crítica me destrozó pero las ventas estuvieron de mi lado. Y de ahí las traducciones y la invitación a mudarme a Nueva York como escritor residente de la Gotham University....

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lunes, octubre 06, 2008

RECUERDOS DEL FUTURO (2)


DE PARED A PARED, el Denham estaba decorado con motivos del gran mono. Fotos del suceso, los rostros de los protagonistas, diarios enmarcados e incluso uno de los dedos del simio gigante, embalsamado junto a la puerta de entrada del restaurante. Recuerdo cuando lo inauguraron, se anunció incluso que iban a tener la cabeza de Kong disecada para que todo el mundo pudiese contemplar su grandeza. La idea era pretensiosa, pero también de mal gusto, nadie iba a querer pagar una costosa cena mirando el rostro degollado de un gorila mutante. Así que de la cabeza sólo quedó un dedo y un centenar de souvenirs. Mis favoritos son las garras de un Tiranosaurio, cadáver prehistórico que la expedición del Venture trajo consigo junto con el mono.
Pareciera que fue ayer cuando ocurrió. Navidad del 33, hace sólo nueve meses. Ygriega tenía ganas de ir al debut público de Kong, pero las entradas se habían agotado en cosa de horas, ni siquiera sus contactos en la editorial lograron conseguirle una invitación doble y ni ella ni yo estábamos dispuesto a hacer fila en alguna de las grandes colas que abarrotaron Time Square. Además faltaban tres días para la nochebuena y la ciudad estaba hecha un caos. Ya me había acostado cuando sonaron las sirenas. Nos asomamos al balcón y vimos los grandes faros iluminando el Empire State, también le vehículos militares que cruzaron bajo el puente. Mucha gente pasó la noche en vela, temerosa de que el mono arrancara de Manhattan hacia Jersey, usando uno de los puente gemelos para cruzar o esconderse. Entonces, poco antes de que saliera el sol, los aviones de la estación naval de Lakehurts volaron hacia el rascacielos de la Quinta Avenida. Ocho viejos biplanos con motor de combustión, después de todo era sólo un animal, los navales no iban a gastar horas máquina desplegando rotocópteros o alas volantes. Los observé revolotear alrededor del Empire State, luego vino al eco de las metrallas y finalmente el silencio, la batalla no duró más de cinco minutos. El gran mono estaba muerto y en cosa de meses convertido en motivo para el más exclusivo de los restaurantes neoyorquinos, el lugar donde uno debía venir si quería ser tomado en cuenta. Bueno, también la comida es buena, eso es innegable.
El maitre me reconoció apenas aparecí en el vestíbulo y tras saludarme y ofrecerme que dejara el sombrero en la guardería, me entregó el mensaje. Igriega se había retrasado en el trabajo, calculaba que iba a estar alrededor de las ocho.
Una vez vine al Denham antes de que el Denham existiera. El Empire State Building llevaba abierto menos de una semana y estaba prácticamente desocupado. Entonces el piso del restaurante era un inmenso mirador techado, desde el cual podía accederse al ascensor que llevaba a la cúpula de amarre de los dirigibles. Donde ahora está la cocina estaban las boleterías de Pan American Airships. Pero el negocio no duró mucho. En marzo de 1932 se inauguró el Centro Universal en la parte baja de Manhattan y su torre de 130 pisos supero en veinte niveles al Empire State, además la terraza superior había sido diseñada como plataforma para aeronaves, ahorrándose los cables y el personal que se requería en el Empire para controlar las grandes naves azotadas por las corrientes formadas en los desfiladeros de edificios cincuenta pisos más abajo. Muchos auguraron el fin del rascacielos, sin el puerto, al torre no tenía mucho sentido, pero entonces a Carl Denham se le ocurrió volver de la Isla Calavera con un peludo visitante que se encariño con el edificio y lo hizo famoso. El puerto y el mirador renacieron como un restaurante y el resto ha sido historia.
Aquella primera vez me cité acá con un chileno. Me ubicó a través del Daily Star y tras un corto y enigmático llamado me propuso reunirnos en un lugar público. Como tenía ganas de conocer el nuevo edificio, le sugerí que lo hiciéramos aquí. Lo convencí diciéndole que había transito de pasajeros y cafeterías, que nadie nos iba a molestar. El chileno se llamaba Alonso González y según su relato era un piloto de la Fuerza Aérea, aunque había escapado del país hacia ya bastante tiempo. Llevaba casi diez años viviendo en Manhattan y desde hace un tiempo que andaba tras mi pista para contarme su historia. “Después querrá contarla, pero antes debo asegurarme si puedo confiar en usted”, me dijo. Terminamos haciéndonos amigos. O algo parecido, porque nunca hubo intimidad real entre nosotros, sólo amabilidad y funcionalidad. Un día fue a mi casa a despedirse, me dijo que con su mujer viajaban a España. Entonces me confesó su verdadero nombre, Alejandro Bello y me entregó su diario de vida. Pacha Pulai estaba garabateado en la primera página en blanco, tras la portada. El resto era un detallado informe de lo que le había sucedido en 1914, cuando tras despegar en un viejo biplano llamado Sánchez Besa se había perdido en la Cordillera de los Andes, en donde había encontrado una ciudad que parecía de oro, pero que en realidad era una especie de astronave de proporciones imposibles, hecha de una aleación desconocida que resplandecía dorada contra el sol. Sus habitantes, o tripulantes,, unos seres pequeños y grises lo recibieron y curaron las heridas. Se ganó la confianza de ellos. Supo que eran parte de una expedición formada por tres grandes naves nodrizas enviadas desde un sistema solar ubicado a 8 años luz con el propósito de investigar el acelerado cambió experimentado en la Tierra tras el descubrimiento de la Metahulla. La segunda nave se había sumergido cerca de las Islas Bermudas, para establecerse como base subacuatica. La tercera tuvo un malogrado destino: salió de su marco dimensional demasiado cerca de la atmósfera terrestre, lo que provocó que perdiera orientación y se desplomara. Antes de causar una destrucción masiva, sus tripulantes optaron por detonar la nave ocasionando una gran explosión, pero controlada y sin consecuencias gravitacionales y subespaciales para nuestro mundo. El accidente estaba fechado en nuestro calendario el 30 de junio de 1908, en la pampa de Tunguska al oriente de la región Siberiana de la Unión Imperial Zarista. Al final del diario, el piloto me autorizaba para hacer lo que quisiera con el documento, siempre que esta libertad estuviera subeditada a publicar sus vivencias, ya que de acuerdo a Alonso (o a Alejandro) el gobierno chileno tenía conocimiento de estos visitantes y a través de una supuesta organización secreta llamada LL-12 estaba sacando provecho de una sabiduría y (sobre todo) de una alianza que según Alonso (o Alejandro) debía de favorecer a toda la humanidad. No era primera vez que había escuchado acerca de LL-12, se decía que era el nuevo código para la Logia Lautarina, que el propio Prat había formado parte de sus filas, que estaban detrás de los procesos contra brujos chilotes y capturas de duendes y gigantes patagónicos a los cuales habían trasladado a una isla en el sur, que había sido fundada por Portales y que sus redes alcanzaban ya a todos los gobiernos del hemisferio sur. Y aunque creo en sus palabras y sé que alguna vez voy a publicarlas, todavía no tengo deseos de involucrarme en una historia que no sea la mía.

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miércoles, octubre 01, 2008

RECUERDOS DEL FUTURO


19 DE OCTUBRE DE 1934, cinco con un minuto de la tarde y el sol cae tras el puente Jefferson, iluminando de naranjo, verde y azul los muros grises de los rascacielos gemelos que sirven de torres de anclaje a la gruesa estructura suspendida sobre el río Hudson. Desde la terraza de mi apartamento, elevado en el nivel 28 del edificio sur del Franklin, puente hermano del Jefferson, veo como la noche se tiende sobre la gran ciudad. Hoy cumplo 75 años y a esta edad se me ha hecho rutina (y también obsesión) acompañar cada atardecer desde mi hogar, levantado en el primer viaducto rascacielos de Nueva York, esa supuesta aberración arquitectónica que Hugh Ferris ideó en 1914 y que terminó convertida en sello innegable de la metrópolis.
Hace algún tiempo conversé con Ferris. Regresábamos de un paseo por Central Park, cuando Igriega me señaló la conmoción que había en la esquina de la Quinta con la 42. Una enorme grúa cuadrúpeda levantaba una viga de acero ante el resguardo de la policía y la admiración de los curiosos. Y bajo el chirriante y colosal brazo artificial, el hombre que cambió la cara de Manhattan supervisaba en persona la construcción del primero de sus grandes arcos. Cuando la multitud despejó el lugar, me acerqué hasta el arquitecto y le conté que era extranjero, que venía de Concepción, en Chile. El fue escueto, me respondió que era una gran y hermosa ciudad. Entonces me atreví a preguntarle si acaso, entre sus planes, estaba construir alguna día por allá. Ferris sonrió, tocó mi hombro y me contó un secreto: hacía un tiempo le propuso al gobierno chileno levantar en el centro de Concepción una torre de 200 pisos, la que con su altura no tardaría en convertirse en símbolo de la capital de la metahulla. Pero sus diseños no tuvieron buena acogida entre las autoridades e inversores. “Más adelante podría volver a intentarlo”, le propuse. El levantó sus brazos y negó con la cabeza. Argumentó que los años ya le pesaban y con la Gran Manzana tenía tarea suficiente hasta su retiro. Era un sujeto grueso y bajo, más amable que la mayoría de los nativos de la isla. Antes de despedirme le dije que vivía en una de las torres del Franklin, me preguntó si aún continuaban los problemas con la calefacción. Alcé mis hombros, él los suyos. Luego regresó con su grupo de obreros. Igriega me preguntó quien era, yo le mostré sus obras.
A propósito de Ferris. En tres días más se abren las votaciones para cambiar el nombre de Nueva York a Empire City. Los periódicos y el teleradio aseguran que la propuesta será acogida con más de un 80% de votos a favor. Los neoyorquinos están hartos de vivir bajo un nombre que remite tanto a la difunta corona inglesa y creen que Empire City resume mejor la idea que envuelve a esta fascinante metrópolis: ser la capital del mundo libre. Nueva York o Empire City, como sea, continuará siendo mi ciudad adoptiva. Lo ha sido desde ya hace casi tres décadas. Sus calles y desfiladeros terminaron transformándose en el lugar donde finalmente aprendí a vivir con mis extraños sueños. O a aprovecharlos, que es parecido pero no lo mismo. Recuerdo que cuando anunciaron la construcción de la línea continúa de aerocarril entre Concepción y Nueva York me entusiasmé. Estaba seguro que acá podría solucionar muchas cosas y matar para siempre los fantasmas que me acosaban. Jamás pensé que podría estar tan en lo correcto.
Esta mañana, cuando regresaba del mercado, un vecino me preguntó si iba a votar en favor de Empire City, le contesté que en absoluto. Estoy tan acostumbrado a que los cambios resulten positivos, que podría dar fe a que la nueva identidad de la ciudad será favorable para todos. Además ya estoy viejo y quiero seguir viviendo en un mundo de maravillas.
Una reluciente ala volante de pasajeros, con el emblema de la Alemania Imperial pintado en sus colas gemelas, cruzó por encima del puente y se dirigió en silencio hasta su puerto de anclaje, en lo alto de la mayor de las torres del Centro Universal, la estructura más elevada de Manhattan. A medida que bajaba su velocidad, el vapor verdoso de la metahulla serpenteó reluciente bajo su inmensa estructura, ligeramente parecida a una manta raya. Miré la hora. Casi las seis de la tarde. A las siete y media había quedado con Igriega de juntarme en el vestíbulo del Empire State. Hace dos días me anunció que como regalo de cumpleaños me iba a invitar a comer al restaurante de lujo que yo quisiera. Elegí el Denham. Temprano llamó para avisarme que la reserva estaba confirmada y que vistiera elegante. Sólo me voy a poner corbata y chaqueta, el resto lo cumplo con zapatos y pantalones negros.
Me estiré lo más que pude por encima del borde del balcón y miré hacia la plataforma del puente, que se extendía entre las dos torres residenciales. Autos y más autos, todos esféricos y coloridos, corriendo en ambas direcciones por la cubierta superior, en la intermedia las vías de aerocarril y más abajo los rieles del viejo metro.
Volví a revisar la hora. Dentro de diez minutos tenía que estar allá abajo, tomando el subterráneo hacia la isla. Volteé hacia al poniente, una a una las estrellas comenzaban a brillar sobre la línea urbana de Jersey City. Tengo ganas de comer carne de ternera a punto medio, con el corazón bien rojo y sangrante.

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