STEAMPUNK MADE IN CHILE
MARZO 10, 1899. VICTORIA
Peruanos vengativos, que me perdonen, pero la sóla idea me causa risa. En persona contemplé el horror en el rostro de nuestros derrotados vecinos, sentí el miedo que cualquier idea relacionada con Chile les causa y estoy más que seguro que pasará bastante tiempo antes de que un peruano (o un boliviano o cualquier ciudadano de otro país latinoamericano) se atreva a poner un pie dentro de nuestras fronteras. Todos saben lo que somos capaces de hacer. Yo estuve cuando lo demostramos. Segundo miércoles de noviembre de 1880, el día que nos ordenaron parar la guerra. Estaba a bordo del Santiago, sobrevolando la costa peruana, deslizándonos entre las nubes mañaneras hacia los cielos de la bella Lima. Prat nos llevó más arriba que ningún otro monitor aéreo, fuera del alcance de cualquier batería, lejos de toda posible onda de choque. Los libros de historia saben lo que llevábamos a bordo. El Santiago volaba prácticamente desarmado, alivianado su peso para portar un cilindro metálico de cinco metros de largo y tonelada y media de metahulla líquida con detonador de altura. A las nueve y treinta de la mañana, entre humos de cañones lo soltamos. La bomba se desplomó veloz sobre el centro de la ciudad, hasta que cincuenta metros antes de golpear el suelo detonó...
Lo primero fueron dos soles a media mañana. Lo último, una columna de humo en forma de hongo que se elevó hasta lo más alto de nuestro campo de visión. Lima desapareció para siempre.
–Usted no puede pasar–, me cerró el paso un sujeto uniformado, encargado de la cerca que sus colegas improvisaron alrededor del área del río Traiguén, donde anoche desplomaron el aerocarril.
–Inspector Uribe, de la metropolitana de Nueva Arauco–, le respondí mientras le mostraba mi identificación.
–Disculpe señor, adelante. ¿Necesita que lo acompañe?
–Por favor.
Tras mío, la manga de curiosos seguían culpando a los peruanos. Seguí al uniformado hasta la parte más elevada de la colina, cercana a la ciudad de Victoria, desde donde se apreciaba la cabalidad del desastre. Ambas vías del aerocarril, sobre el puente del río Traiguén, habían sido voladas en pedazos. Los carros del convoy de media noche todavía humeaban junto a la ribera. No necesitaba preguntar por el número de heridos y muertos, el insomnio me dio tiempo para memorizar las cifras.
Era el séptimo atentado en lo que iba del mes. Primero la torre más alta de la refinería de Lebu, luego las oficinas de Metaoil en Santiago, una aeronave civil de
Y no eran peruanos.
–Inspector Uribe–, me saludó un oficial, que de inmediato se identificó como capitán Bonilla–, nos avisaron que venía.
–¿Alguna novedad?
–Ninguna. Fue igual que en los otros casos. Estos desgraciados son expertos. Detonaron las vías justo cuando el expreso estaba a punto de llegar a la estación. Hijos de puta. ¿Supo que murieron niños?
–Lo supe.
–¿Cree que son peruanos?
–No lo sé capitán, no lo sé.
–Tropa de mal nacidos. ¿Se siente bien, inspector?
–Por qué me lo pregunta.
Aerocarriles del Estado podía leerse en los abollados metales del tren.
–Por su cara–, siguió Bonilla. –Con perdón, pero es como si usted hubiese estado en el
–No es nada, sólo dormí mal.
–Lo imagino, con la noche que tuvimos.
No puede imaginarlo. Nadie puede. Desde la guerra todas mis noches son iguales. Pesadillas y sueños, unos detrás de otros, caras de hombres, mujeres y niños que nunca he conocido. Todas no hacen más que recordarme que yo estuve allí, que yo vi cuando Prat soltó la bomba.
–¿Capitán Bonilla?–, pregunté.
–Mandé.
–Alguno de sus hombres podrá ayudarme con lo del informe.
–No faltaba más.
–Se lo agradezco.
Un tal Contreras me acompañó toda la tarde.
2 Comentarios:
Aerocarriles del Estado... genial.
me gusto, excelente.
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