NOVELAS INCONCLUSAS: LIVINGCOMEDOR
Revisar archivos antiguos puede ser fuerte. Reformateando mi computador di con unas carpetas llenas de cuentros que no terminé y algunas novelas inconclusas, ninguna con más de 15 páginas escritas, excepto un par, que superaron las 100. Esta se llamaba LIVINGCOMEDOR y según el archivo del texto la empecé a escribir el 20 de Agosto de 1999, casi diez años, uff como pasa el tiempo. Ni idea por qué no seguí escribiendola, supongo que me quedé en el puro impulso. Leyendo lo escrito recordé que era un proyecto de novela río, es decir con varios personajes, que giraba alreddor de un virus que atacaba el entonces próximo año 2001... Que 1998 la historia, en fin.
LIVINGCOMEDOR
MOISÉS CONOCIO A MILA el mismo día que el virus nacional se comió a la mitad de los computadores del mundo. La hora de este primer encuentro fue la una y media de la mañana y la fecha (como todos los conectados han de recordar), el primer domingo de enero. El lugar: la carretera panamericana, a la salida de la ciudad de Victoria, en el sur de Chile.
Mila, cuyo nombre real (que odiaba) era Milagros, venía de más al sur. Moisés de la propia Victoria. El tenía veintisiete años y ella veintinueve. Mila había estudiado Filosofía pero terminado Historia, quería escribir una teleserie y su último trabajo había sido llenar contenidos en un website femenino. Podía decirse que ahora estaba cesante. Moisés se dedicaba al diseño gráfico, aunque ganaba más dinero haciendo historietas pornográficas para revistas españolas.
Quince minutos antes, Moisés había concluido la última y más acalorada discusión con su padre. Había sido un fin de semana intenso, sobrepoblado de encuentros y desencuentros familiares. Tras los gritos y las ofensas finales, decidió que lo mejor era regresar cuanto antes a Santiago. Tomó su auto, un Fiat Uno color blanco invierno del año 92 y literalmente escapó de su pueblo natal. Así era mejor. Más que nada por una cuestión de salud mental.
Antes de dirigirse a la carretera, Moisés buscó algún supermercado abierto. Al otro lado de Victoria, tras la línea férrea, encontró un almacén que funcionaba como bar de emergencia por las noches. Compró una botella plástica de dos litros de agua mineral y un paquete de cigarrillos. También una bolsa de galletas artesanales.
Dio una vuelta ceremonial por la plazoleta del cementerio y sacó un cigarrillo. Lo miró y volvió a guardarlo, era mejor no fumar, no todavía. Se comió una galleta de quaker decorada con ocho bolitas de chocolate.
Media hora antes, Mila bajó del camión que la había traído desde la zona de los lagos. Un acoplado Volvo Scania, de fabricación sueca, lleno de sacos de cereales. Le había hecho dedo (o autostop) en el cruce de la panamericana con el camino a Futrono, al este de Valdivia. El conductor era un gordo simpático y demasiado tímido como para pasarse de listo con ella; aunque de alguna forma lo había intentado, sin el menor resultado. Pero el gordo y su camión iban para Curacautín, así que el viaje no fue muy largo. Ahora Mila estaba afuera de Victoria, parada junto a su desteñida mochila enfrente de un control carretero de la policía, nuevamente haciendo dedo. Esperando que alguien la llevara de regreso a la capital. En rigor tenía dinero suficiente como para pagar el pasaje de un bus, incluso de un pullman salón ejecutivo, pero no tenía ganas de hacerlo. Hacia mucho tiempo que había tomado la opción de recorrer el mundo en las alas de su encanto, el favor de los desconocidos y la buena onda entre ambos. La plata era para otras cosas. Con su método había logrado conocer casi todo Chile, una parte de Argentina y determinados lugares de Uruguay, Paraguay y Brasil. Para el próximo año tenía planeado hacer lo suyo, primero en un barco mercante y luego por los caminos de Europa, Asia, Norteamérica o por donde su encanto, el favor y la buena onda pudieran llevarla.
Atrás las luces de la ciudad, adelante las pistas de la 5 sur. Abajo el asfalto, arriba la vía lactea: la cruz del sur, las tres marías y una estrella fugaz. Pensó en lo curioso de haber visto una sobre el cielo de la ciudad “más estrella fugaz”de Chile. Se acordó del año 1947, el año más famoso en las calles y casas que dormían a dos kilómetros detrás suyo. Miró hacia Victoria y pensó que se estaba haciendo muy de noche, que tal vez lo mejor era buscar un taxi y entrar a la localidad. Algún hotel podría encontrar. Pensó por segunda vez en esa alternativa y prefirió continuar con la espera. Tarde o temprano alguien tendría la voluntad necesaria como para acercarla a Santiago. Pasaron tres camionetas, un camión y algunos sedanes familiares. Ninguno se detuvo.
Más al norte. En rigor, bastante más al norte, en Los Angeles, California, un chico de quince años acababa de conectar su PC a la internet. Lo primero que hizo tras abrir la página de entrada fue teclear en el browser una dirección de correo html. Tras identificarse con su nickname y password, verificó que tenía dos mensajes en el inbox. El primero era de su padre (un hombre de negocios que andaba por asuntos de oficina en Chicago) y el otro de la chica que podría ser su novia. Fue directo a la segunda carta. Y con un sólo clíc el muchacho desató el apocalípsis. O el infocalipsis. En menos de veinticuatro horas, la red mundial de computadoras comenzó a fundirse como un inmenso e invisible sistema circulatorio derrotado por una artereosclorosis armada a base de millones de bits de información enferma.
A esa misma hora, y en otro lugar de Los Angeles, un programador nacido en Chile hace treintaidos años sonrió. Apagó el laptop que tenía sobre sus rodillas y miró hacia un espejo que tenía a un costado suyo, colgando de la pared más alta de la pieza. Vio su cara y volvió a sonreír. Desde una habitación al fondo de la casa, su hija de seis años le preguntó con un grito si podía seguir viendo televisión. El programador chileno le respondió que no, que ya era muy tarde. Demasiado tarde.
Con una distancia de sólo minutos, en la redacción del matutino más importante de Santiago de Chile, un periodista de veinticuatro años, terminaba de despachar una nota urgente para la edición de cambio del periódico. Esa que sólo pueden leer los que viven en la Región Metropolitana. “Hoy ataca Livingcomedor”, era el pésimo título de unas cuarenta líneas redactadas en la clásica técnica de la pirámide invertida. El joven periodista era el hermano menor del programador chileno avecindado en Los Angeles. Esa madrugada de enero, el periodista se sintió como nunca antes se había sentido. Y no imaginó que le iba a gustar tanto sentirse así.
Un Apple iMac, usado en la oficina de arte de una de las tres agencias de publicidad más importantes del país, fue el primer contagiado de Livingcomedor en este lado del mundo. Veintitrés minutos más tarde, la enfermedad cayó en el disco duro del Compaq Presario del escritor de ciencia ficción más famoso de Chile. A las siete de la mañana, las cincuenta primeras páginas de su segunda novela se hicieron dígitos ilegibles junto al resto de los archivos, programas y secuencias de arranque y funcionamiento del PC. En todo caso lo más importante estaba guardado en discos de respaldo, después de todo el autor era, en forma indirecta, responsable de lo que estaba devorando a los cables del mundo. En el capítulo número uno de su primera y celebrada novela describía con todo lujo de detalles y fechas el funcionamiento del virus nacional. Y bueno, todo el mundo sabía que el nombre de ese libro también era Livingcomedor.
En medio del caos, Gaspar Fischer decidió que en lugar de una segunda novela, iba a escribir una biografía.
Mila, cuyo nombre real (que odiaba) era Milagros, venía de más al sur. Moisés de la propia Victoria. El tenía veintisiete años y ella veintinueve. Mila había estudiado Filosofía pero terminado Historia, quería escribir una teleserie y su último trabajo había sido llenar contenidos en un website femenino. Podía decirse que ahora estaba cesante. Moisés se dedicaba al diseño gráfico, aunque ganaba más dinero haciendo historietas pornográficas para revistas españolas.
Quince minutos antes, Moisés había concluido la última y más acalorada discusión con su padre. Había sido un fin de semana intenso, sobrepoblado de encuentros y desencuentros familiares. Tras los gritos y las ofensas finales, decidió que lo mejor era regresar cuanto antes a Santiago. Tomó su auto, un Fiat Uno color blanco invierno del año 92 y literalmente escapó de su pueblo natal. Así era mejor. Más que nada por una cuestión de salud mental.
Antes de dirigirse a la carretera, Moisés buscó algún supermercado abierto. Al otro lado de Victoria, tras la línea férrea, encontró un almacén que funcionaba como bar de emergencia por las noches. Compró una botella plástica de dos litros de agua mineral y un paquete de cigarrillos. También una bolsa de galletas artesanales.
Dio una vuelta ceremonial por la plazoleta del cementerio y sacó un cigarrillo. Lo miró y volvió a guardarlo, era mejor no fumar, no todavía. Se comió una galleta de quaker decorada con ocho bolitas de chocolate.
Media hora antes, Mila bajó del camión que la había traído desde la zona de los lagos. Un acoplado Volvo Scania, de fabricación sueca, lleno de sacos de cereales. Le había hecho dedo (o autostop) en el cruce de la panamericana con el camino a Futrono, al este de Valdivia. El conductor era un gordo simpático y demasiado tímido como para pasarse de listo con ella; aunque de alguna forma lo había intentado, sin el menor resultado. Pero el gordo y su camión iban para Curacautín, así que el viaje no fue muy largo. Ahora Mila estaba afuera de Victoria, parada junto a su desteñida mochila enfrente de un control carretero de la policía, nuevamente haciendo dedo. Esperando que alguien la llevara de regreso a la capital. En rigor tenía dinero suficiente como para pagar el pasaje de un bus, incluso de un pullman salón ejecutivo, pero no tenía ganas de hacerlo. Hacia mucho tiempo que había tomado la opción de recorrer el mundo en las alas de su encanto, el favor de los desconocidos y la buena onda entre ambos. La plata era para otras cosas. Con su método había logrado conocer casi todo Chile, una parte de Argentina y determinados lugares de Uruguay, Paraguay y Brasil. Para el próximo año tenía planeado hacer lo suyo, primero en un barco mercante y luego por los caminos de Europa, Asia, Norteamérica o por donde su encanto, el favor y la buena onda pudieran llevarla.
Atrás las luces de la ciudad, adelante las pistas de la 5 sur. Abajo el asfalto, arriba la vía lactea: la cruz del sur, las tres marías y una estrella fugaz. Pensó en lo curioso de haber visto una sobre el cielo de la ciudad “más estrella fugaz”de Chile. Se acordó del año 1947, el año más famoso en las calles y casas que dormían a dos kilómetros detrás suyo. Miró hacia Victoria y pensó que se estaba haciendo muy de noche, que tal vez lo mejor era buscar un taxi y entrar a la localidad. Algún hotel podría encontrar. Pensó por segunda vez en esa alternativa y prefirió continuar con la espera. Tarde o temprano alguien tendría la voluntad necesaria como para acercarla a Santiago. Pasaron tres camionetas, un camión y algunos sedanes familiares. Ninguno se detuvo.
Más al norte. En rigor, bastante más al norte, en Los Angeles, California, un chico de quince años acababa de conectar su PC a la internet. Lo primero que hizo tras abrir la página de entrada fue teclear en el browser una dirección de correo html. Tras identificarse con su nickname y password, verificó que tenía dos mensajes en el inbox. El primero era de su padre (un hombre de negocios que andaba por asuntos de oficina en Chicago) y el otro de la chica que podría ser su novia. Fue directo a la segunda carta. Y con un sólo clíc el muchacho desató el apocalípsis. O el infocalipsis. En menos de veinticuatro horas, la red mundial de computadoras comenzó a fundirse como un inmenso e invisible sistema circulatorio derrotado por una artereosclorosis armada a base de millones de bits de información enferma.
A esa misma hora, y en otro lugar de Los Angeles, un programador nacido en Chile hace treintaidos años sonrió. Apagó el laptop que tenía sobre sus rodillas y miró hacia un espejo que tenía a un costado suyo, colgando de la pared más alta de la pieza. Vio su cara y volvió a sonreír. Desde una habitación al fondo de la casa, su hija de seis años le preguntó con un grito si podía seguir viendo televisión. El programador chileno le respondió que no, que ya era muy tarde. Demasiado tarde.
Con una distancia de sólo minutos, en la redacción del matutino más importante de Santiago de Chile, un periodista de veinticuatro años, terminaba de despachar una nota urgente para la edición de cambio del periódico. Esa que sólo pueden leer los que viven en la Región Metropolitana. “Hoy ataca Livingcomedor”, era el pésimo título de unas cuarenta líneas redactadas en la clásica técnica de la pirámide invertida. El joven periodista era el hermano menor del programador chileno avecindado en Los Angeles. Esa madrugada de enero, el periodista se sintió como nunca antes se había sentido. Y no imaginó que le iba a gustar tanto sentirse así.
Un Apple iMac, usado en la oficina de arte de una de las tres agencias de publicidad más importantes del país, fue el primer contagiado de Livingcomedor en este lado del mundo. Veintitrés minutos más tarde, la enfermedad cayó en el disco duro del Compaq Presario del escritor de ciencia ficción más famoso de Chile. A las siete de la mañana, las cincuenta primeras páginas de su segunda novela se hicieron dígitos ilegibles junto al resto de los archivos, programas y secuencias de arranque y funcionamiento del PC. En todo caso lo más importante estaba guardado en discos de respaldo, después de todo el autor era, en forma indirecta, responsable de lo que estaba devorando a los cables del mundo. En el capítulo número uno de su primera y celebrada novela describía con todo lujo de detalles y fechas el funcionamiento del virus nacional. Y bueno, todo el mundo sabía que el nombre de ese libro también era Livingcomedor.
En medio del caos, Gaspar Fischer decidió que en lugar de una segunda novela, iba a escribir una biografía.
3 Comentarios:
Estimado, termine la novela porfa, y si no la quiere publicar en papel, súbala con "algunos derechos reservados" para que la podamos leer.
Yo escribí dos novelas, una en 1998 y otra en 1999, y ahí están, en un cajón. Están mejor sin que nadie las lea, porque son pésimas en su construcción, aunque la idea era buena.
jajaja pegao con livingcomedor..
Lo más notable de tus escritos es que siempre hay algo provinciano que pocas veces sacamos a relucir quienes emigramos a nuestra gran sandía.
También voto por la idea de guajars.
:)
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