COLIN CAMPBELL (14 PARTE)
HACE UN POCO MAS de treinta horas, Gastón Descalzo, a quien todos, en el viejo juego, llamábamos General Patria II, abrió su boca, metió el caño de un revolver dentro y apretó el gatillo. Lo encontraron ayer en la mañana, tirado en el living de su departamento en Viña del Mar, con la cabeza hecha arena. La noticia no tardó en aparecer en todos los medios, mi teléfono a sonar con insistencia y el nombre del más famoso de mis amigos ha aparecer en tres de casa diez breves nacionales, lo cual no era poco para alguien que llevaba nueve años bajo tierra. Pero en esta ocasión también reaccionó la policía. Se demoraron una noche en tocar mi puerta.
Ha continuado nevando cenizas, pensé cuando les abrí la puerta y noté que en la escenografía que se ordenaba a sus espaldas, los techos de las casa y los chasis de los autos aparecían cubiertos de la misma cenicienta capa con la que Temuco ha venido despertando desde cada vez más días. Hace meses lo venían adelantando, que los incendios habían crecido tanto que iba a terminar nevando cenizas. El sol del amanecer y el resplandor de las llamas más cercanas se reflejaba en el polvillo y devolvía un efecto siMirandar al disparo continuo de cientos de miles de flashes de cámaras microscópicas.
-¿Francisco Buchman?-, me preguntó el más alto de la pareja. Con el desayuno a medio tragar le respondí que si.
-Inspector Bahamondes, Policía de Investigaciones-, se presentó mientras yo trataba de recordar cuanto tiempo me separaba de mi ultima experiencia cercana con la ley.
-Mi compañero, el Inspector Oportot-, presentó Bahamondes al más bajo y gordo.
-Adelante-, los hice pasar.
-Esta casa no es suya-, acotó Oportot.
-De mi ex mujer.
-Se queda mucho acá-, continuó interrogando, tratando de ser pesado.
-No mucho, mi hija ha tenido algunos problemas.
-Muy graves-, quiso saber Bahamondes.
-Cosas de adolescentes, usted sabe.
-No, no sé-, agregó Oportot, -no tengo hijos.
Se sentaron. Me fije como examinaba cada centímetro del living de Miranda, poniendo especial atención en cada detalle, como si tomara nota para un futuro informe, como si se creyera personaje de una novela barata de detectives, de esas que ya no se escriben.
-¿Quiénes son las otras tres personas en la casa?-, interrogó Bahamondes, mirando la pantalla de un teléfono enorme y lleno de luces de colores. Necesito uno así, pensé.
-Ya se lo dije, mi ex mujer, Miranda y Julieta, mi hija-, contesté con calma, como hay que hacerlo para no pasar por alguien que oculta algo. –Se les ofrece algo, un café.
-Nada, no se preocupe-, contestó Oportot a nombre de ambos.
-Bueno-, estiré-, ustedes dirán.
Se quedaron callados, nos quedamos callados. Una pausa en la indicación del guión.
-Supongo que ya se enteró de la muerte de Gastón Descalzo.
Una semana antes que ustedes, por el correo electrónico de un muerto, pensé.
-Ayer en la tarde.
-¿Lo llamaron?
-Si, una amiga en común.
-¿Me puede decir su nombre?
-Claro, Yazna Abusleme.
-Vaya-, expresó Oportot.
-¿Qué nos puede decir del señor Descalzo?-, me preguntó Bahamondes, mientras pulsaba algo en la brillante pantalla de su enorme teléfono marca Dell. Me sonrió, dio vuelta el celular y me acercó la imagen de un rostro que no veía hace casi una década.
-Lo conocí en la universidad, el estudiaba arquitectura y yo periodismo en la católica, teníamos amigos comunes, supongo que ustedes saben, Colin Campbell. Era parte del grupo de gente con el que me juntaba cuando estudiaba, me caía bien, claro no supe de el en nueve años, desde que pasó lo que todos sabemos.
-Sin embargo usted viajó a Santiago a juntarse con él, hace poco-, liberó Oportot, conozco bien ese truco.
-No exactamente. Después del fallecimiento de Edison Landeros, otro amigo del grupo, nos invitaron a todos los que algunas vez fuimos del círculo de Colin a que nos juntáramos para ver que había sido de cada uno de nosotros.
-¿Quién invitó?
-No estoy seguro de quien organizó todo, porque fue en la casa de Clemente Arismendi, pero a mi me llamó Yazna Abusleme.
-Mejor conocida como Igriega, la modelo-, agregó Oportot. -Si no mal entiendo, usted tuvo una relación con ella-, tanteó Bahamondes.
-Hace tiempo y no fue precisamente una relación. Nos tenemos cariño.
-¿Se hablan con frecuencia?
-Ahora último si, para darnos malas noticias-, sonreí, ninguno de ellos lo hizo. -Ustedes entenderán que después de cómo terminó la historia de Colin no quedamos precisamente como un grupo de mejores amigos del mundo.
-El señor Descalzo no llegó a la reunión.
-Creo que dijo que no podía, como vivía en Valparaíso-, hice una alto a propósito. –Perdón, Viña. Llegaron pocos-, continué, estando seguro que ellos ya lo sabían. El dueño de casa, Igriega y Leopoldo Matus que hoy es cura.
-Jesuita-, acotó Oportot, le hice un gesto afirmando. Bahamondes tecleó algo en su celular y un momento de silencio transito sobre el living. Un corte de escena perfecto para que apareciera Miranda y saludara a todos con una sonrisa tímida, nerviosa. Me llamó con un gesto.
-Permiso-, le pedí a los oficiales. Oportot me indico que fuera, que no me preocupara que todo era sólo rutina. Miranda me llevo a la cocina y mientras tomaba un trago rápido de agua me preguntó qué pasaba. Le mentí, le dije que no tenía idea pero que creía que tenía que ver con las muertes de Edison y Gastón Descalzo. Julieta, que escuchó toda la conversación mientras tomaba desayuno me preguntó quienes eran. Su madre la mandó a lavarse los dientes, yo le respondí que dos detectives. Soltó un garabato, mi ex la hizo callar. Busqué un vaso, lo lleno hasta la mitad y me lo bebí de un sorbo. Miranda dijo que siempre había estado segura que Colin no nos iba a dejar en paz ni después de muerto. Era mejor no decir nada. Añadió que igual era raro que dos de los Extraordinarios Santiaguinos murieran tan seguidos, que si no hubiera sido por la muerte natural de uno y el suicidio de otro, podría pensarse que alguien estaba asesinando a los amigos de Colin. Le dije que no bromeara con esas cosas, me preguntó si estaba nervioso, le conteste que no me gustaba la policia, me dio un beso en la frente. Le aconsejé que saliera rápido de casa, que llevara a Julieta al colegio, que yo esperaba a la Felicia y me iba más tarde, que así solucionaba rápido todo el cuento. Entendió. Se acercó al pasillo y le grito a Julieta, hacia el segundo piso que se apurara en el baño, que se iban a ir juntas. Mi hija preguntó por mí. Miranda le explicó que yo iba a salir más tarde. Llene otro vaso y lo bebí rápido. Mi ex me miraba con una cara extraña, a medio camino entre una sonrisa y una preocupación. Anoche tiramos como en los mejores tiempos, aun tenía su sabor en mi boca. Me preguntó si iba a venir en la tarde, le contesté que no sabía, agregó que sería bueno, por Julieta.
Fui a dejarlas a la puerta. Al pasar junto al living, Miranda volvió a saludar a los detectives, Julieta ni siquiera los miró. Mi ex me dio un beso rápido en la mejilla y salió rápido a sacar el Peugeot del garage, indicándole a mi hija que se apurara. Mientras la corredera se abría hacia la calle, Julieta se abalanzó sobre mi diciéndome que me quería mucho y haciéndole prometer que iba a volver a la noche. El capó del auto de Miranda esta cubierto del blanco polvillo de la ceniza. Cerré la puerta y regresé al living. Bahamondes continuaba jugando con su súper teléfono mientras Oportot intruseaba entre los viejos libros de arte que Miranda tenía ordenados en los muebles de plástico negro que completaban la pared continua a los ventanales que dan al sur. Después de mirarlos se quedó pegado en el pequeño oleo inteligente que Julieta (en realidad yo) le dio a Miranda hace tres cumpleaños. Era divertido ver a un hombre tan grueso y viejo comportarse como un niño antes los cambios de colores que se daban a medida que se acercaba o alejaba del marco.
-¿Qué hace su mujer?-, me preguntó al verme parado.
-Ex mujer-, le corregí-, es profesora de historia pero tiene una pequeña empresa de secretarias online, presta servicios a empresas de Asia, Europa y Estados Unidos, usted entiende.
-Perfecto. ¿Y gana bien?
-Le alcanza.
-Como a usted. ¿Qué tal van las cosas en el diario?
-Bien, no puedo quejarme, soy mi propio jefe. A propósito, tengo que estar pronto en la oficina, así que qué le parece que regresemos a la conversación.
-No dijo que era su propio jefe.
-Eso no me libra de responsabilidades.
-Es verdad. Disculpe que se lo pregunte-, insistió Oportot-, pero en serio me interesa. ¿Piensa volver con su esposa?
Bahamondes lo miró
-No lo sé-, respondí. –Nos llevamos mejor ahora que cuando vivíamos bajo el mismo techo.
-Pero duermen bajo el mismo techo.
-No es lo mismo.
-Es verdad. Pero en serio señor Buchman, yo me lo pensaría, su ex esposa es una mujer atractiva y no es bueno dejar pasar los buenos momentos de la vida para arrentirnos más tarde, cuando ya sea demasiado tarde.
-Lo tomaré en cuenta.
-Hágalo. Además si me permite, con su hija se ven una buena familia, debería volver a casa, señor Buchman.
-Estoy acá por mi hija-, les confesé, sentándome junto a Bahamondes, que soltó su teléfono. –Quiere ser modelo y participó hace poco de un casting. Yo mismo la acompañé a Santiago, cuando me reuní con Arismendi y el resto, pero la rechazaron, la encontraran muy baja. No lo ha tomado muy bien que digamos, siempre fue una niña con un autoestima altísima y el golpe al ego ha resultado más que complicado.
-Por lo mismo, vuelva a casa, Señor Buchman.
Confieso que me agradaba el interés de Oportot en mi familia. Después de la tensión inicial era un buen modo de acercarse.
-¿Qué me puede decir de la homosexualidad de Descalzo?-, interrumpió Bahamondes sin quitar la vista de su teléfono.
-Qué quiere que le diga, en realidad nunca lo hizo público. O sea, como que uno captaba que había algo raro en su personalidad y con esto no quiero decir que encuentro que los gays sean raros, pero usted sabe inspector…
Oportot se sentó en el sofá de enfrente y no me quitó la mirada de encima.
-En el taller…-, solté a propósito.
-¿Qué taller?-, me preguntó Bahamondes, tal como yo quería.
-El taller de Colin. Todos ellos, Colin, Descalzo, Landeros, Arismendi, estudiaban arquitectura, todos eran de regiones, de provincia, ninguno venía de Santiago y ser estudiante de afuera es muy complicado, sobre todo por una cuestión económica, usted me entiende.
Bahamondes asintió, Oportot no me quitaba los ojos de encima. Continué:
-Colin era el que tenía mas medios de todos, su familia tenía negocios, herencias europeas, que se yo. Tenía plata, de hecho creo que le sobraba plata-, sonreí. No reaccionaron a mi gesto. –Así que el arrendo un enorme departamento vacío en Huelén con Providencia. Ubica en Santiago, frente a las Torres de Tajamar.
-Perfecto-, señalo Bahamondes.
-Bueno, en ese departamento instaló un taller colectivo donde invitó al resto de sus compañeros más cercanos. Casi toda la vida social del grupo la hicimos ahí. Y ahí fue donde se escucharon, o yo escuché, los primeros rumores acerca de la posible homosexualidad de Gastón. Después el mismo lo hizo oficial, de hecho le conocimos, lo conocí un par de parejas. ¿Por qué me lo pregunta, cree que su suicidio tenga que ver con su opción sexual? Personalmente no lo creo…
-Es una de las posibilidades, señor Buchman-, me interrumpió Oportot. -Otra pregunta al respecto. Dentro de ese grupo de amigos no hubo alguien, otro hombre que se sintiera atraído por Descalzo. O mejor aun, no sabe si Descalzo se enamoro de alguno de ustedes sin ser correspondido. ¿De Colin Campbell por ejemplo?
Cuando empezó con sus rodeos, sabía perfectamente como iba a terminar su pregunta.
-Que yo sepa no.
-¿Edison Landeros tal vez?
Negué levantando los hombros.
-Perfecto.
-Disculpe tanta pregunta, señor Buchman-, siguió Bahamondes, esta vez con un tono de voz más pausado, más acogedor. –Pero usted es periodista, conoce de cerca el caso Colin Campbell, entenderá que es nuestro trabajo ser tan insistentes. Hay algo más señor Buchman, algo que usted no sabe…
No tendría tiempo ni espacio para enumerar la cantidad de ideas que descargué tras ese punto seguido, que en mi cabeza sonó como punto aparte.
-El señor Descalzo le dejó una carta, antes de morir.
Oportot la sacó de un bolsillo interno de su chaqueta y me la acercó. Era un sobre amarillo, alargado, de esos que en las papelerías llaman americanos. En el lomo, una desordenada manuscrita decía mi nombre. La tomé nervioso, como si de pronto me cambiaran la cuarta parte de la historia. Abrí la lengüeta y saque del interior una hoja blanca en la cual no habían más de dos líneas escritas con una caligrafía rápida, nerviosa. La repase rápido dos veces, la primera para saber que me decía el muerto y la segunda para corroborar que espantados mis temores iniciales, Descalzo no me incriminaba de nada. “Querido Pancho, tanto tiempo. Esta carta es para despedirme y para disculparme, más temprano que tarde sabrás por qué. Pero digan lo que digan, no fue culpa mía sabes, perdimos, pancho, todos perdimos, el Ultrasantiaguino nos derrotó a todos”.
Oportot me pidió que se las leyera en voz alta. Aunque era obvio que ya sabían el contenido de la carta, les obedecí.
-¿Saben de qué tengo que disculparlo?-, les pregunte antes que lo hiciera ellos.
-Pensamos que usted podría decirnos.
Levante los hombros. Oportot y Bahamondes se miraron, luego me preguntaron quién era el Ultrasantiaguino que nos había derrotado a todos. Me demoré cuatro minutos en contarles brevemente la historia acerca del fanatismo de Colin por los comics, de cómo había convertido a cada uno de sus amigos en un superhéroe y que nuestro mayor y más despiadado archienemigo era un enmascarado sicótico que se hacía llamar Ultrasantiaguino, quien a lo largo de todas nuestras aventuras dibujadas había hecho lo imposible por acabar con nosotros y conquistar Santiago. No entendieron mucho a pesar de que Bahamondes tuvo el tino de grabar toda mi historia en su Dell. Le sugerí que indicara Colin Campbell más cómics en un buscador, que ahí, en las historietas de Colin, que sus fans han puesto online, estaban todas –bueno, casi todas- las respuestas que buscaban. Terminé con que tampoco tenía idea de qué había querido decirme Gastón con eso de de que nos había derrotado a todos. Mentira. Hace nueve años que lo tengo claro. Hace nueve años que se que el Ultrasantiaguino no era otro más que Colin. El enemigo oculto dentro del más grande de los héroes, el que ha pesar de su mal actuar lo hizo todo por un fin último de la más alta nobleza. El mayor adversario de todos siempre es el más inteligente. Como Ozymandias de Watchmen, el cómic de Alan Moore y Dave Gibbons, el malo de la historia no resulta ser otro que el mejor de los campeones, el único que en realidad gana al final de la historia. Ozymandias Campbell. Se sentiría orgulloso si lo llamara así.
-¿Recuerda como supimos que Colin Campbell fue el responsable de lo de la Torre Telefónica y Plaza Italia?-, me preguntó Oportot.
-El mismo llamó-, era la historia oficial, uno de los pocos puntos claros y sabidos por todo el mundo del caso Campbell.
-Eso pensabamos todos-, continuó Oportot. Y junto a su compañero se quedaron un buen rato sentados en el living de Mirando poniéndome al día en algunas grandes cosas.
Ha continuado nevando cenizas, pensé cuando les abrí la puerta y noté que en la escenografía que se ordenaba a sus espaldas, los techos de las casa y los chasis de los autos aparecían cubiertos de la misma cenicienta capa con la que Temuco ha venido despertando desde cada vez más días. Hace meses lo venían adelantando, que los incendios habían crecido tanto que iba a terminar nevando cenizas. El sol del amanecer y el resplandor de las llamas más cercanas se reflejaba en el polvillo y devolvía un efecto siMirandar al disparo continuo de cientos de miles de flashes de cámaras microscópicas.
-¿Francisco Buchman?-, me preguntó el más alto de la pareja. Con el desayuno a medio tragar le respondí que si.
-Inspector Bahamondes, Policía de Investigaciones-, se presentó mientras yo trataba de recordar cuanto tiempo me separaba de mi ultima experiencia cercana con la ley.
-Mi compañero, el Inspector Oportot-, presentó Bahamondes al más bajo y gordo.
-Adelante-, los hice pasar.
-Esta casa no es suya-, acotó Oportot.
-De mi ex mujer.
-Se queda mucho acá-, continuó interrogando, tratando de ser pesado.
-No mucho, mi hija ha tenido algunos problemas.
-Muy graves-, quiso saber Bahamondes.
-Cosas de adolescentes, usted sabe.
-No, no sé-, agregó Oportot, -no tengo hijos.
Se sentaron. Me fije como examinaba cada centímetro del living de Miranda, poniendo especial atención en cada detalle, como si tomara nota para un futuro informe, como si se creyera personaje de una novela barata de detectives, de esas que ya no se escriben.
-¿Quiénes son las otras tres personas en la casa?-, interrogó Bahamondes, mirando la pantalla de un teléfono enorme y lleno de luces de colores. Necesito uno así, pensé.
-Ya se lo dije, mi ex mujer, Miranda y Julieta, mi hija-, contesté con calma, como hay que hacerlo para no pasar por alguien que oculta algo. –Se les ofrece algo, un café.
-Nada, no se preocupe-, contestó Oportot a nombre de ambos.
-Bueno-, estiré-, ustedes dirán.
Se quedaron callados, nos quedamos callados. Una pausa en la indicación del guión.
-Supongo que ya se enteró de la muerte de Gastón Descalzo.
Una semana antes que ustedes, por el correo electrónico de un muerto, pensé.
-Ayer en la tarde.
-¿Lo llamaron?
-Si, una amiga en común.
-¿Me puede decir su nombre?
-Claro, Yazna Abusleme.
-Vaya-, expresó Oportot.
-¿Qué nos puede decir del señor Descalzo?-, me preguntó Bahamondes, mientras pulsaba algo en la brillante pantalla de su enorme teléfono marca Dell. Me sonrió, dio vuelta el celular y me acercó la imagen de un rostro que no veía hace casi una década.
-Lo conocí en la universidad, el estudiaba arquitectura y yo periodismo en la católica, teníamos amigos comunes, supongo que ustedes saben, Colin Campbell. Era parte del grupo de gente con el que me juntaba cuando estudiaba, me caía bien, claro no supe de el en nueve años, desde que pasó lo que todos sabemos.
-Sin embargo usted viajó a Santiago a juntarse con él, hace poco-, liberó Oportot, conozco bien ese truco.
-No exactamente. Después del fallecimiento de Edison Landeros, otro amigo del grupo, nos invitaron a todos los que algunas vez fuimos del círculo de Colin a que nos juntáramos para ver que había sido de cada uno de nosotros.
-¿Quién invitó?
-No estoy seguro de quien organizó todo, porque fue en la casa de Clemente Arismendi, pero a mi me llamó Yazna Abusleme.
-Mejor conocida como Igriega, la modelo-, agregó Oportot. -Si no mal entiendo, usted tuvo una relación con ella-, tanteó Bahamondes.
-Hace tiempo y no fue precisamente una relación. Nos tenemos cariño.
-¿Se hablan con frecuencia?
-Ahora último si, para darnos malas noticias-, sonreí, ninguno de ellos lo hizo. -Ustedes entenderán que después de cómo terminó la historia de Colin no quedamos precisamente como un grupo de mejores amigos del mundo.
-El señor Descalzo no llegó a la reunión.
-Creo que dijo que no podía, como vivía en Valparaíso-, hice una alto a propósito. –Perdón, Viña. Llegaron pocos-, continué, estando seguro que ellos ya lo sabían. El dueño de casa, Igriega y Leopoldo Matus que hoy es cura.
-Jesuita-, acotó Oportot, le hice un gesto afirmando. Bahamondes tecleó algo en su celular y un momento de silencio transito sobre el living. Un corte de escena perfecto para que apareciera Miranda y saludara a todos con una sonrisa tímida, nerviosa. Me llamó con un gesto.
-Permiso-, le pedí a los oficiales. Oportot me indico que fuera, que no me preocupara que todo era sólo rutina. Miranda me llevo a la cocina y mientras tomaba un trago rápido de agua me preguntó qué pasaba. Le mentí, le dije que no tenía idea pero que creía que tenía que ver con las muertes de Edison y Gastón Descalzo. Julieta, que escuchó toda la conversación mientras tomaba desayuno me preguntó quienes eran. Su madre la mandó a lavarse los dientes, yo le respondí que dos detectives. Soltó un garabato, mi ex la hizo callar. Busqué un vaso, lo lleno hasta la mitad y me lo bebí de un sorbo. Miranda dijo que siempre había estado segura que Colin no nos iba a dejar en paz ni después de muerto. Era mejor no decir nada. Añadió que igual era raro que dos de los Extraordinarios Santiaguinos murieran tan seguidos, que si no hubiera sido por la muerte natural de uno y el suicidio de otro, podría pensarse que alguien estaba asesinando a los amigos de Colin. Le dije que no bromeara con esas cosas, me preguntó si estaba nervioso, le conteste que no me gustaba la policia, me dio un beso en la frente. Le aconsejé que saliera rápido de casa, que llevara a Julieta al colegio, que yo esperaba a la Felicia y me iba más tarde, que así solucionaba rápido todo el cuento. Entendió. Se acercó al pasillo y le grito a Julieta, hacia el segundo piso que se apurara en el baño, que se iban a ir juntas. Mi hija preguntó por mí. Miranda le explicó que yo iba a salir más tarde. Llene otro vaso y lo bebí rápido. Mi ex me miraba con una cara extraña, a medio camino entre una sonrisa y una preocupación. Anoche tiramos como en los mejores tiempos, aun tenía su sabor en mi boca. Me preguntó si iba a venir en la tarde, le contesté que no sabía, agregó que sería bueno, por Julieta.
Fui a dejarlas a la puerta. Al pasar junto al living, Miranda volvió a saludar a los detectives, Julieta ni siquiera los miró. Mi ex me dio un beso rápido en la mejilla y salió rápido a sacar el Peugeot del garage, indicándole a mi hija que se apurara. Mientras la corredera se abría hacia la calle, Julieta se abalanzó sobre mi diciéndome que me quería mucho y haciéndole prometer que iba a volver a la noche. El capó del auto de Miranda esta cubierto del blanco polvillo de la ceniza. Cerré la puerta y regresé al living. Bahamondes continuaba jugando con su súper teléfono mientras Oportot intruseaba entre los viejos libros de arte que Miranda tenía ordenados en los muebles de plástico negro que completaban la pared continua a los ventanales que dan al sur. Después de mirarlos se quedó pegado en el pequeño oleo inteligente que Julieta (en realidad yo) le dio a Miranda hace tres cumpleaños. Era divertido ver a un hombre tan grueso y viejo comportarse como un niño antes los cambios de colores que se daban a medida que se acercaba o alejaba del marco.
-¿Qué hace su mujer?-, me preguntó al verme parado.
-Ex mujer-, le corregí-, es profesora de historia pero tiene una pequeña empresa de secretarias online, presta servicios a empresas de Asia, Europa y Estados Unidos, usted entiende.
-Perfecto. ¿Y gana bien?
-Le alcanza.
-Como a usted. ¿Qué tal van las cosas en el diario?
-Bien, no puedo quejarme, soy mi propio jefe. A propósito, tengo que estar pronto en la oficina, así que qué le parece que regresemos a la conversación.
-No dijo que era su propio jefe.
-Eso no me libra de responsabilidades.
-Es verdad. Disculpe que se lo pregunte-, insistió Oportot-, pero en serio me interesa. ¿Piensa volver con su esposa?
Bahamondes lo miró
-No lo sé-, respondí. –Nos llevamos mejor ahora que cuando vivíamos bajo el mismo techo.
-Pero duermen bajo el mismo techo.
-No es lo mismo.
-Es verdad. Pero en serio señor Buchman, yo me lo pensaría, su ex esposa es una mujer atractiva y no es bueno dejar pasar los buenos momentos de la vida para arrentirnos más tarde, cuando ya sea demasiado tarde.
-Lo tomaré en cuenta.
-Hágalo. Además si me permite, con su hija se ven una buena familia, debería volver a casa, señor Buchman.
-Estoy acá por mi hija-, les confesé, sentándome junto a Bahamondes, que soltó su teléfono. –Quiere ser modelo y participó hace poco de un casting. Yo mismo la acompañé a Santiago, cuando me reuní con Arismendi y el resto, pero la rechazaron, la encontraran muy baja. No lo ha tomado muy bien que digamos, siempre fue una niña con un autoestima altísima y el golpe al ego ha resultado más que complicado.
-Por lo mismo, vuelva a casa, Señor Buchman.
Confieso que me agradaba el interés de Oportot en mi familia. Después de la tensión inicial era un buen modo de acercarse.
-¿Qué me puede decir de la homosexualidad de Descalzo?-, interrumpió Bahamondes sin quitar la vista de su teléfono.
-Qué quiere que le diga, en realidad nunca lo hizo público. O sea, como que uno captaba que había algo raro en su personalidad y con esto no quiero decir que encuentro que los gays sean raros, pero usted sabe inspector…
Oportot se sentó en el sofá de enfrente y no me quitó la mirada de encima.
-En el taller…-, solté a propósito.
-¿Qué taller?-, me preguntó Bahamondes, tal como yo quería.
-El taller de Colin. Todos ellos, Colin, Descalzo, Landeros, Arismendi, estudiaban arquitectura, todos eran de regiones, de provincia, ninguno venía de Santiago y ser estudiante de afuera es muy complicado, sobre todo por una cuestión económica, usted me entiende.
Bahamondes asintió, Oportot no me quitaba los ojos de encima. Continué:
-Colin era el que tenía mas medios de todos, su familia tenía negocios, herencias europeas, que se yo. Tenía plata, de hecho creo que le sobraba plata-, sonreí. No reaccionaron a mi gesto. –Así que el arrendo un enorme departamento vacío en Huelén con Providencia. Ubica en Santiago, frente a las Torres de Tajamar.
-Perfecto-, señalo Bahamondes.
-Bueno, en ese departamento instaló un taller colectivo donde invitó al resto de sus compañeros más cercanos. Casi toda la vida social del grupo la hicimos ahí. Y ahí fue donde se escucharon, o yo escuché, los primeros rumores acerca de la posible homosexualidad de Gastón. Después el mismo lo hizo oficial, de hecho le conocimos, lo conocí un par de parejas. ¿Por qué me lo pregunta, cree que su suicidio tenga que ver con su opción sexual? Personalmente no lo creo…
-Es una de las posibilidades, señor Buchman-, me interrumpió Oportot. -Otra pregunta al respecto. Dentro de ese grupo de amigos no hubo alguien, otro hombre que se sintiera atraído por Descalzo. O mejor aun, no sabe si Descalzo se enamoro de alguno de ustedes sin ser correspondido. ¿De Colin Campbell por ejemplo?
Cuando empezó con sus rodeos, sabía perfectamente como iba a terminar su pregunta.
-Que yo sepa no.
-¿Edison Landeros tal vez?
Negué levantando los hombros.
-Perfecto.
-Disculpe tanta pregunta, señor Buchman-, siguió Bahamondes, esta vez con un tono de voz más pausado, más acogedor. –Pero usted es periodista, conoce de cerca el caso Colin Campbell, entenderá que es nuestro trabajo ser tan insistentes. Hay algo más señor Buchman, algo que usted no sabe…
No tendría tiempo ni espacio para enumerar la cantidad de ideas que descargué tras ese punto seguido, que en mi cabeza sonó como punto aparte.
-El señor Descalzo le dejó una carta, antes de morir.
Oportot la sacó de un bolsillo interno de su chaqueta y me la acercó. Era un sobre amarillo, alargado, de esos que en las papelerías llaman americanos. En el lomo, una desordenada manuscrita decía mi nombre. La tomé nervioso, como si de pronto me cambiaran la cuarta parte de la historia. Abrí la lengüeta y saque del interior una hoja blanca en la cual no habían más de dos líneas escritas con una caligrafía rápida, nerviosa. La repase rápido dos veces, la primera para saber que me decía el muerto y la segunda para corroborar que espantados mis temores iniciales, Descalzo no me incriminaba de nada. “Querido Pancho, tanto tiempo. Esta carta es para despedirme y para disculparme, más temprano que tarde sabrás por qué. Pero digan lo que digan, no fue culpa mía sabes, perdimos, pancho, todos perdimos, el Ultrasantiaguino nos derrotó a todos”.
Oportot me pidió que se las leyera en voz alta. Aunque era obvio que ya sabían el contenido de la carta, les obedecí.
-¿Saben de qué tengo que disculparlo?-, les pregunte antes que lo hiciera ellos.
-Pensamos que usted podría decirnos.
Levante los hombros. Oportot y Bahamondes se miraron, luego me preguntaron quién era el Ultrasantiaguino que nos había derrotado a todos. Me demoré cuatro minutos en contarles brevemente la historia acerca del fanatismo de Colin por los comics, de cómo había convertido a cada uno de sus amigos en un superhéroe y que nuestro mayor y más despiadado archienemigo era un enmascarado sicótico que se hacía llamar Ultrasantiaguino, quien a lo largo de todas nuestras aventuras dibujadas había hecho lo imposible por acabar con nosotros y conquistar Santiago. No entendieron mucho a pesar de que Bahamondes tuvo el tino de grabar toda mi historia en su Dell. Le sugerí que indicara Colin Campbell más cómics en un buscador, que ahí, en las historietas de Colin, que sus fans han puesto online, estaban todas –bueno, casi todas- las respuestas que buscaban. Terminé con que tampoco tenía idea de qué había querido decirme Gastón con eso de de que nos había derrotado a todos. Mentira. Hace nueve años que lo tengo claro. Hace nueve años que se que el Ultrasantiaguino no era otro más que Colin. El enemigo oculto dentro del más grande de los héroes, el que ha pesar de su mal actuar lo hizo todo por un fin último de la más alta nobleza. El mayor adversario de todos siempre es el más inteligente. Como Ozymandias de Watchmen, el cómic de Alan Moore y Dave Gibbons, el malo de la historia no resulta ser otro que el mejor de los campeones, el único que en realidad gana al final de la historia. Ozymandias Campbell. Se sentiría orgulloso si lo llamara así.
-¿Recuerda como supimos que Colin Campbell fue el responsable de lo de la Torre Telefónica y Plaza Italia?-, me preguntó Oportot.
-El mismo llamó-, era la historia oficial, uno de los pocos puntos claros y sabidos por todo el mundo del caso Campbell.
-Eso pensabamos todos-, continuó Oportot. Y junto a su compañero se quedaron un buen rato sentados en el living de Mirando poniéndome al día en algunas grandes cosas.
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