EL HORROR DE BERKOFF: LA LLEGADA
JUEVES
1
“DISCULPE, estamos a doce minutos de la estación”, habló el rostro de una mujer alta y delgada, de dientes amarillos y chuecos, que surgió frente a mis ojos apenas sacudí la mañana. Salté, no porque fuera fea, ni mucho menos, sino por lo inesperado de su aparición. Cero ortodoncia y mucho cigarrillo, pensé mientras sentía su aliento húmedo, a fumadora obsesiva y pésimo trabajo. Me sonrió y volvió a excusarse, esta vez por no haberme ofrecido desayuno.
–Preferí dejarlo dormir un ratito más, se veía muy cansado –se explicó. De inmediato mordió sus labios y torció una mueca a medio camino entre simpatía y timidez–: ¿Usted es Martin Martinic, cierto?
–El mismo– le contesté, mirándola a los ojos.
–El mismo– le contesté, mirándola a los ojos.
Se sonrojo.
–Podría darme su autógrafo, claro si no le molesta.
–Encantado, ¿tiene un papel, un lápiz… un algo donde escribir?
Me acercó una pequeña libreta de Hello Kitty y un gastado bolígrafo Bic color rojo, que sacó del bolsillo interior de su chaqueta institucional. Vestía como mala imitación de aeromoza. Le pregunte como se llamaba. “Magaly, con igriega final”, pronunció ella. Me dio risa lo de la “igriega final”, pero supe fingir, siempre he sido bueno haciéndolo. Me he ganado la vida en ello. Tomé el lápiz y escribí: “para Magaly, con cariño”, sellando el garabato con mi firma artística; hacía tiempo que no la usaba, pero hay cosas que nunca se olvidan, como andar en bicicleta o dar un beso. La auxiliar revisó su autógrafo y luego volvió a clavar sus ojos en mi cara.
–No se enoje –insistió– pero podría darme otro para mi hija, si no fuera mucha molestia.
–No, no me enojo y no es ninguna molestia, ¿cómo se llama su hija?
–Igual que yo, Magaly.
–¿Con igriega final?
–Si, con igriega final.
–Entonces para Magaly, hija de Magaly, la del tren– escribí en voz alta.
Ella tomó su libreta y antes de dirigirse hacia la puerta del carro me preguntó si traía maletas. Le mostré mi mochila y el traje, doblados ambos en el portaequipajes encima de mi cabeza.
–Se los bajo.
–No se preocupe, yo puedo.
El sujeto del asiento de enfrente, un tipo grueso, pálido y con la cara poblada de ronchas coloradas, me miró con la misma expresión con la que me han visto casi todas las personas en los últimos diez años de mi vida. “Estoy seguro que lo he visto en alguna parte”, ha de preguntarse. “Dos teleseries, una serie, un documental junto a un escritor famoso, una película, varios comerciales, dos discos y con suerte tres videoclíps, aunque sólo fui protagónico en el primero”, podría responderle, pero sólo podría. Levanté los hombros y le sonreí, él no hizo nada. Así es con los hombres, siempre me he llevado mejor con las mujeres, desde chico: antes y después de la fama incluso.
La noche, el frío y la humedad habían empañado por dentro las ventanas del vagón, así que tuve que usar la manga de mi chaqueta para limpiar el vidrio. El asalto de una mañana invernal, corriendo a noventa kilómetros por hora junto a los rieles, fue fulminante. Cargado de estímulos: robles secos, sembrados mojados por el rocío, agujas de hielo colgando de las alambradas, nubes bajas y oscuras, pozas de agua congeladas, una bandada de queltehues encumbrándose en la helada. Me fijé en la forma en que el viento mecía los árboles, golpeándolos despacio desde el sur. No iba a llover, al menos no durante las próximas horas. En la tarde quizás, ojala Perci tuviera un paraguas de sobra.
Dos vagones delante del carro, la locomotora piteó largo, estirando su silbato en el frío mañanero, avisando a los tripulantes que la estación estaba cerca. Un pequeño tirón y el monstruo de seis ejes y doce ruedas de acero, que gracias a una doble turbina diesel-eléctrica empujaba un convoy de tres carros de carga y seis de pasajeros: dos de primera y cuatro de turista, comenzó a bajar la velocidad. El tata Héctor trabajó toda su vida en la estación de Salibury, de la cual llegó a ser incluso jefe. Cada domingo iba a buscarme y me llevaba a ver los trenes. Me enseñó todo lo que un niño de diez años debe saber acerca de las locomotoras. Hasta el día de hoy puede diferenciar una Aziende italiana, de una General Electric gringa o una ALCO, también americana, como la que precisamente nos estaba propulsando. El viejo les decía las 18 mil (por su número de serie) y las apodaba “los cajones”, por su trompa roma (como un cachalote) y la cabina doble, ubicada a ambos lados del motor. Por él supe que eran las más grandes y poderosas que había en los ferrocarriles nacionales, incluso más que las Montaña a vapor, que no alcancé a conocer y que el mismo condujo varios años entre Santiago y Puerto Montt. Al final los trenes lo cobraron la cuenta, yo tenía 16 años (y él 71) cuando le diagnosticaron cáncer al pulmón, jamás había fumado un cigarrillo pero los años tras el fogón de una locomotora a carbón le cobraron revancha. Una semana después del diagnóstico se jubiló y esa misma noche murió de pena. Al final no fue el cáncer quien se lo llevó, sino la sensación de estar alejándose de los trenes. La muerte de mi abuelo fue la primera puñalada que me dio Salisbury.
–Podría darme su autógrafo, claro si no le molesta.
–Encantado, ¿tiene un papel, un lápiz… un algo donde escribir?
Me acercó una pequeña libreta de Hello Kitty y un gastado bolígrafo Bic color rojo, que sacó del bolsillo interior de su chaqueta institucional. Vestía como mala imitación de aeromoza. Le pregunte como se llamaba. “Magaly, con igriega final”, pronunció ella. Me dio risa lo de la “igriega final”, pero supe fingir, siempre he sido bueno haciéndolo. Me he ganado la vida en ello. Tomé el lápiz y escribí: “para Magaly, con cariño”, sellando el garabato con mi firma artística; hacía tiempo que no la usaba, pero hay cosas que nunca se olvidan, como andar en bicicleta o dar un beso. La auxiliar revisó su autógrafo y luego volvió a clavar sus ojos en mi cara.
–No se enoje –insistió– pero podría darme otro para mi hija, si no fuera mucha molestia.
–No, no me enojo y no es ninguna molestia, ¿cómo se llama su hija?
–Igual que yo, Magaly.
–¿Con igriega final?
–Si, con igriega final.
–Entonces para Magaly, hija de Magaly, la del tren– escribí en voz alta.
Ella tomó su libreta y antes de dirigirse hacia la puerta del carro me preguntó si traía maletas. Le mostré mi mochila y el traje, doblados ambos en el portaequipajes encima de mi cabeza.
–Se los bajo.
–No se preocupe, yo puedo.
El sujeto del asiento de enfrente, un tipo grueso, pálido y con la cara poblada de ronchas coloradas, me miró con la misma expresión con la que me han visto casi todas las personas en los últimos diez años de mi vida. “Estoy seguro que lo he visto en alguna parte”, ha de preguntarse. “Dos teleseries, una serie, un documental junto a un escritor famoso, una película, varios comerciales, dos discos y con suerte tres videoclíps, aunque sólo fui protagónico en el primero”, podría responderle, pero sólo podría. Levanté los hombros y le sonreí, él no hizo nada. Así es con los hombres, siempre me he llevado mejor con las mujeres, desde chico: antes y después de la fama incluso.
La noche, el frío y la humedad habían empañado por dentro las ventanas del vagón, así que tuve que usar la manga de mi chaqueta para limpiar el vidrio. El asalto de una mañana invernal, corriendo a noventa kilómetros por hora junto a los rieles, fue fulminante. Cargado de estímulos: robles secos, sembrados mojados por el rocío, agujas de hielo colgando de las alambradas, nubes bajas y oscuras, pozas de agua congeladas, una bandada de queltehues encumbrándose en la helada. Me fijé en la forma en que el viento mecía los árboles, golpeándolos despacio desde el sur. No iba a llover, al menos no durante las próximas horas. En la tarde quizás, ojala Perci tuviera un paraguas de sobra.
Dos vagones delante del carro, la locomotora piteó largo, estirando su silbato en el frío mañanero, avisando a los tripulantes que la estación estaba cerca. Un pequeño tirón y el monstruo de seis ejes y doce ruedas de acero, que gracias a una doble turbina diesel-eléctrica empujaba un convoy de tres carros de carga y seis de pasajeros: dos de primera y cuatro de turista, comenzó a bajar la velocidad. El tata Héctor trabajó toda su vida en la estación de Salibury, de la cual llegó a ser incluso jefe. Cada domingo iba a buscarme y me llevaba a ver los trenes. Me enseñó todo lo que un niño de diez años debe saber acerca de las locomotoras. Hasta el día de hoy puede diferenciar una Aziende italiana, de una General Electric gringa o una ALCO, también americana, como la que precisamente nos estaba propulsando. El viejo les decía las 18 mil (por su número de serie) y las apodaba “los cajones”, por su trompa roma (como un cachalote) y la cabina doble, ubicada a ambos lados del motor. Por él supe que eran las más grandes y poderosas que había en los ferrocarriles nacionales, incluso más que las Montaña a vapor, que no alcancé a conocer y que el mismo condujo varios años entre Santiago y Puerto Montt. Al final los trenes lo cobraron la cuenta, yo tenía 16 años (y él 71) cuando le diagnosticaron cáncer al pulmón, jamás había fumado un cigarrillo pero los años tras el fogón de una locomotora a carbón le cobraron revancha. Una semana después del diagnóstico se jubiló y esa misma noche murió de pena. Al final no fue el cáncer quien se lo llevó, sino la sensación de estar alejándose de los trenes. La muerte de mi abuelo fue la primera puñalada que me dio Salisbury.
El pueblo apareció exactamente a las seis con cincuenta y siete minutos de la mañana, justo cuando el tren empezó a reducir su impulso para tomar la curva que ascendía hacia el valle del río Traiguén, prólogo geográfico a la meseta donde se levanta Salisbury. Apegué mi cabeza contra la ventana y miré hacia delante. La hondonada emergió cubierta de neblina, el papá de Pércival Guidotti, profesor de castellano e ilustre poeta local, escribió varias veces acerca de esa imagen, tanto en sus versos como en el himno de Salisbury, que apuesto mis deudas ya no lo enseñan en los colegios. Sus versos decían que el nublado mañanero era el aliento de los fantasmas de la frontera, espectros ancestrales que daban la bienvenida al sur profundo. Algo de razón debía de tener: el profesor Guidotti me enseñó a leer, sumar, restar y que había otros ocho planeta girando alredor del Sol junto a la Tierra.
Entre la neblina descubrí destellos de faroles y sombras de casas, cercos y postes de alumbrado. El Pueblo Bajo, un par de manzanas prácticamente abandonadas, estiradas bajo las lomas junto al río. Alguna vez hubo una escuela en ese sector, se quemó en 1984 y nunca se supo qué, cómo o quién había originado el fuego, tampoco hicieron mucho por averiguarlo o reconstruir las instalaciones. Murieron tres niños, nunca encontraron los cadáveres. Afiné la vista y busqué restos del edificio entre la niebla, pero sólo había sombras. Algunas se movían veloces, otras un poco más lento.
Los fierros del puente ferroviario rechinaron bajo las ruedas del Rápido de la Frontera. Antes hubiese venido en avión, tenía dinero suficiente como para pagar el pasaje y cancelar el taxi que me acercara los 60 kilómetros entre el aeropuerto de Temuco y la plaza de armas de Salisbury. Ahora era preferible viajar por tierra, perder una noche a cambio de gastar menos. ¿Bus o tren? Soy malo para los olores y me gusta el frío, los buses son hediondos y calurosos, además mi abuelo conducía locomotoras y administraba estaciones, más que una opción, el ferrocarril era una decisión moral.
Los pilares del viaducto viejo corrían al lado derecho de la vía, vestigio último del que alguna vez fuera el puente ferroviario más largo del sur. Obra maestra de Gustave Verniory, el ingeniero belga que extendió el tren desde el Malleco hasta el río Toltén, cincuenta kilómetros más al norte de Salisbury y doscientos hacia al sur, levantando viaductos de acero, vigas y pernos. De todas sus obras, el Traiguén fue el más extenso, casi setecientos metros entre el brazo norte, enclavado al inicio del valle, y el sur, apuntado en la parte más baja de la meseta salisburience. Pero el puente tuvo una vida corta: demasiado largo y demasiado débil; tal vez lograba aguantar el peso de los primeros trenes, pero tras el reinado del carbón, el diesel y la electricidad permitieron construir locomotoras más grandes, capaces de arrastrar una mayor cantidad de vagones. Y el Traiguén no aguantó, así que el gobierno ordenó que se construyera un nuevo viaducto. Mi abuelo me contó que el puente nuevo empezó a levantarse a mediados de 1970 y cinco años después el largo espolón de Verniory quedó convertido en una abandonada espina dorsal, que poco a poco fue desmoronándose. Cazadores de fierros y el óxido acabaron matando a la vieja estructura. Finalmente sólo quedaron los pilares, similares a estructuras megalíticas de una prehistoria no tan lejana.
Una nueva bocina y el tren ingresó al corazón de Salisbury, atravesando la ciudad a través de una arteria clavada de norte a sur y en diagonal: sobre, bajo y junto a calles y pasajes. Cada casa, cada esquina, me era tan familiar como la voz de mi padre. La cárcel con sus atalayas gemelas, los dos pisos de la vivienda de la señora Ruiz, una anciana de pelo blanco que alguna vez le hizo costuras a mi madre y nos regaló un gato.
La intersección de Ramírez con Calama, asomada bajo el paso nivel. La torre oxidada de la estación de radio, el techo amarillo de un supermercado de apellido judío. La casa del profesor Oliveros, el mismo que se volvió loco y mató a su mujer antes de colgarse del roble seco del patio, tronco que aún seguía en el mismo sitio donde sus dueños lo habían plantado. La casa de los Tocornal, padres de Pablito Tocornal, que fue compañero mío en kinder, además del primer niño de Salisbury que desapareció y del cual tengo recuerdos. Claro, antes ya había sucedido y después también, pero a nosotros nos mantuvieron al margen. Pércival decía que Salisbury no era un buen lugar para los niños, que acá en verdad vivía el viejo del saco. Y todos sabíamos que tenía razón, aunque no fuera precisamente un viejo ni usara un saco.
Entre la neblina descubrí destellos de faroles y sombras de casas, cercos y postes de alumbrado. El Pueblo Bajo, un par de manzanas prácticamente abandonadas, estiradas bajo las lomas junto al río. Alguna vez hubo una escuela en ese sector, se quemó en 1984 y nunca se supo qué, cómo o quién había originado el fuego, tampoco hicieron mucho por averiguarlo o reconstruir las instalaciones. Murieron tres niños, nunca encontraron los cadáveres. Afiné la vista y busqué restos del edificio entre la niebla, pero sólo había sombras. Algunas se movían veloces, otras un poco más lento.
Los fierros del puente ferroviario rechinaron bajo las ruedas del Rápido de la Frontera. Antes hubiese venido en avión, tenía dinero suficiente como para pagar el pasaje y cancelar el taxi que me acercara los 60 kilómetros entre el aeropuerto de Temuco y la plaza de armas de Salisbury. Ahora era preferible viajar por tierra, perder una noche a cambio de gastar menos. ¿Bus o tren? Soy malo para los olores y me gusta el frío, los buses son hediondos y calurosos, además mi abuelo conducía locomotoras y administraba estaciones, más que una opción, el ferrocarril era una decisión moral.
Los pilares del viaducto viejo corrían al lado derecho de la vía, vestigio último del que alguna vez fuera el puente ferroviario más largo del sur. Obra maestra de Gustave Verniory, el ingeniero belga que extendió el tren desde el Malleco hasta el río Toltén, cincuenta kilómetros más al norte de Salisbury y doscientos hacia al sur, levantando viaductos de acero, vigas y pernos. De todas sus obras, el Traiguén fue el más extenso, casi setecientos metros entre el brazo norte, enclavado al inicio del valle, y el sur, apuntado en la parte más baja de la meseta salisburience. Pero el puente tuvo una vida corta: demasiado largo y demasiado débil; tal vez lograba aguantar el peso de los primeros trenes, pero tras el reinado del carbón, el diesel y la electricidad permitieron construir locomotoras más grandes, capaces de arrastrar una mayor cantidad de vagones. Y el Traiguén no aguantó, así que el gobierno ordenó que se construyera un nuevo viaducto. Mi abuelo me contó que el puente nuevo empezó a levantarse a mediados de 1970 y cinco años después el largo espolón de Verniory quedó convertido en una abandonada espina dorsal, que poco a poco fue desmoronándose. Cazadores de fierros y el óxido acabaron matando a la vieja estructura. Finalmente sólo quedaron los pilares, similares a estructuras megalíticas de una prehistoria no tan lejana.
Una nueva bocina y el tren ingresó al corazón de Salisbury, atravesando la ciudad a través de una arteria clavada de norte a sur y en diagonal: sobre, bajo y junto a calles y pasajes. Cada casa, cada esquina, me era tan familiar como la voz de mi padre. La cárcel con sus atalayas gemelas, los dos pisos de la vivienda de la señora Ruiz, una anciana de pelo blanco que alguna vez le hizo costuras a mi madre y nos regaló un gato.
La intersección de Ramírez con Calama, asomada bajo el paso nivel. La torre oxidada de la estación de radio, el techo amarillo de un supermercado de apellido judío. La casa del profesor Oliveros, el mismo que se volvió loco y mató a su mujer antes de colgarse del roble seco del patio, tronco que aún seguía en el mismo sitio donde sus dueños lo habían plantado. La casa de los Tocornal, padres de Pablito Tocornal, que fue compañero mío en kinder, además del primer niño de Salisbury que desapareció y del cual tengo recuerdos. Claro, antes ya había sucedido y después también, pero a nosotros nos mantuvieron al margen. Pércival decía que Salisbury no era un buen lugar para los niños, que acá en verdad vivía el viejo del saco. Y todos sabíamos que tenía razón, aunque no fuera precisamente un viejo ni usara un saco.
Los campanarios de la única iglesia parroquial, las agujas de los templos evangélicos y la masa fría del Instituto Bautista, mi colegio, donde pasé el primer tercio de mi vida, años que pudieron ser los mejores, pero que a la distancia son sólo buenos recuerdos, ni tan lindos, ni tan inocentes. Chimeneas por todos lados, vapor y humo de leña húmeda, techos mojados, algunos perros persiguiendo al tren y al fondo la sombra azulada del cerro Adencul, intentando quebrar la mañana. Y al cierre, justo antes del punto final del párrafo, tras la barrera oscura de los ciprés de la parte más elevaba del pueblo, el obelisco de la Casa Berkoff. Tenía que estar, era imposible que no apareciera.
Mi pueblo sin la esquina Berkoff era como una fotografía mal revelada.
Etiquetas: El Horror de Berkoff, Extracto
3 Comentarios:
¿Falta mucho para que se publique? Por que se va a publicar, ¿verdad?
Saludos ;D
Para cuando lo mejor del año Ortega?
Es un clásico de este blog. Un must.
Esperando la siguiente entrega. Notable historia.
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