IGRIEGA... UNA HISTORIA INCONCLUSA
En 1999 comencé a escribir una novela que nunca terminé. Se llamaba Y -la idea era que se leyera IGRIEGA- y fue narrada y ambientada en la época de la revolucion punto com, cuando pensábamos que todo sería diferente. Hace poco busque en mi disco duro, cuentos e ideas viejas y me reencontré con las 110 páginas de esta historia sin final. Este es (o era) el primer capítulo. Es un poco largo, pero bueno, no todo es instantaneo en la viña del señor.
LLEVABAN DIAS diciéndolo en la tele, que los incendios habían crecido tanto que pronto iba a nevar cenizas sobre la ciudad. Y así fue. Por la mañana todos los techos de mi cuadra (y los de todas las otras cuadras) despertaron cubiertos de una resbalosa capa de arenilla con olor a pasto quemado. Marzo, el noveno viernes del año. El día en que me encargaron buscar a Igriega, una prostituta que veinticuatro horas después de su muerte había resucitado en la forma de un mensaje de correo electrónico. El mismo día en que comenzamos a tener pruebas concretas de la existencia de vida inteligente en otro lugar del universo, si eso no fue sincronía, ni idea que pueda serlo.
El timbre sonó a las ocho de la mañana con un minuto, media hora después de que mamá agarrara la camioneta y se largara a su oficina, segundos antes de que yo terminara de tragar mi desayuno y pasara al baño a fregarme los dientes. Con el desayuno a medias corrí a la puerta y la abrí sin mirar por el ojo de ésta. A esa hora debía ser cualquier persona, menos alguien tan improbable como mi jefe. Pero lo era. Ahí, parado exactamente bajo el umbral de la puerta de la casa de mi madre, estaba el gerente general de Enrednet S.A.
-Buenos días-, me saludó sin quitarme los ojos de encima. Nombró a su secretaria y agregó que ella le había dado mi dirección, -aunque la tiene equivocada-, corrigió. -Un número que no existe, tuve que preguntar en un par de casas antes de encontrarte. Dile que lo corrija.
Un bolo de pan, jamón y queso remojado con un trago de Coca Cola light se arrastró por mi garganta.
-Menos mal que conocía el barrio, cuando era chico vivía por acá cerca, en la calle que sigue… creo… pero esto está muy cambiado. Hace tiempo que no venía-, añadió como si la situación fuera la más natural del mundo. Detrás de la escena un camión de aseo municipal remojaba la calle y barría las cenizas nocturnas con sendas paletas circulares llenas de pelos blancos y largos. Zumbaba como un montón de moscardones gordos. La comida me llegó al fondo del estómago y el malestar nervioso comenzó a propagarse como una entidad inteligente por mi interior. Deberían inventar algo para borrar ese tipo de molestias corporales. El polvillo gris que caía por el techo de la casa de enfrente reflejó el sol de la mañana como si fueran cientos de flashes de alguna rara especie de microbios fotógrafos.
-Adelante-, fue lo primero que atiné a pronunciar. Apenas entró, cerré la puerta. –Tome asiento-, le ofrecí, mostrándole con la mirada uno de los viejos sillones del living, recuerdos de otra época y de otra familia (nunca mejor dicho). –Voy al baño y vuelvo-, disculpé de puro nervioso.
Me enjuagué con fuerza la boca, pensando en que cresta hacía el temuquense más influyente del año pasado, según una elección del Diario Austral, en la casa de mi madre. No era su estilo relacionarse de una forma tan cercana con sus empleados y hasta donde yo sabía (o entendía) no le había dado motivos para: despedirme, caerle especialmente bien, enamorarse de mi (aunque uno nunca sabe), todas las anteriores o ninguna de ellas. Ni siquiera sabía que supiera mi nombre,
Apreté el tubo de pasta de dientes y por tercera vez dibujé una línea sobre la punta de las cuerdas del cepillo. Abrí bien la boca y me limpié la superficie de la lengua, reemplazando esos granos blancos y hediondos de la mañana por otros, también blancos, hechos de pasta con sabor y olor a menta fresca. Arregla el aliento, al menos por unos minutos, pero funciona.
Agité otro trago de agua en mi garganta y tras jugar con la espuma por un momento la escupí fuerte sobre el lavado. Un delgado hilo de sangre se me coló entre la saliva, debo ser más cuidadoso con lo que me venden. Vi mis ojos en el espejo y juntando agua sobre la palma de mis manos me mojé el rostro. No podía seguir escondido en el baño.
-¿Quiere algo? ¿Un café?-, le pregunté al regresar al living.
-Nada, gracias…-, respondió mientras examinaba cada centímetro de las paredes.
-…
-¿Hay alguien más en casa?-, preguntó.
-No-, le dije y mientras lo hacía pensé que debería haberle dicho otra cosa, haber inventado algo, uno nunca sabe. Tal vez mi jefe era en secreto un asesino serial y en cosa de minutos yo podría terminar abierto de cuajo, destripado, como esas doce pendejas de Curicó.
-¿Te preguntarás que hago aquí?
-Entre otras cosas.
Se rió, yo también, fue un gesto amable, cómodo.
-¿Vives solo?-, sumó, con un tono de voz más bajo, casi tranquilo. Le conté que no, que vivía con mi madre. Soltó un soplido largo, como un murmullo de aire y continuó examinando cada rincón del lugar, esta vez como si buscara a mamá, supuestamente escondida tras las cortinas o de espaldas al gomero junto a las ventanas.
-No está, ya le dije que estamos solos-, aclaré. –Ella sale temprano, es secretaria en línea y usted sabe… hay que estar a la hora, por lo del satélite.
Ambos miramos al techo, como si a través de este pudiéramos ver la red de objetos que giraban alrededor de nuestro planeta.
-Necesito tu ayuda-, dijo mirándome de costado y rascándose el cuello.
-Ya no hago esa clase de trabajos-, contesté, sabiendo muy bien a qué se refería. La información estaba en mis antecedentes, no sé si manchándolos o decorándolos. Además fue gracias a esos conocimientos especiales que llegué a trabajar para él y sus socios. Mal que mal se supone que soy un genio. Tarde o temprano me iban a pedir “horas extraordinarias”, eso siempre lo tuve más que claro.
-No voy a pedirte que rompas nada, ni que programes un gusano. El trabajo es simple, mucho más de lo que imaginas…
-…
-Además eres el único que conozco que me puede ayudar, creo.
-...
-Te pagaría bien, un sueldo extra. El doble de lo que ganas por unos…-, vaciló, -cuatro o cinco meses. Aunque, tu sabes, podría alargarse un poco más si haces bien las cosas.
-…
-Necesito que encuentres a alguien-, continuó sin esperar mi respuesta.
-Stalker-, murmuré.
-Algo así-, pensé que no me había escuchado. -Pero óyeme bien, lo más importante es que nadie puede saberlo. Nadie de nadie. Nunca-, recalcó. -Por ningún motivo se te ocurra comentarlo con alguien de tu familia o tus amigos y mucho menos en la oficina. Si lo haces pierdes todo y es en serio. Te quedas en la calle, sin un peso. Y no creo que te sea fácil encontrar otro trabajo, ya sabes…
No recordaba la última vez que me habían amenazado, de hecho creía que las amenazas estaban pasadas de moda.
-El negocio es sólo entre tu y yo.
-…
-¿Si o no?-, preguntó levantando su ceja izquierdo. De ser él, habría usado una terminología más ad-hok, más intimidante, un “estás adentro o fuera”, que se yo. Miré buscando las cámaras y la siguiente orden del director pero sólo encontré los ojos grandes y nerviosos de mi jefe. Hijo de puta, como si hubiera otra respuesta posible:
-¿Quién es?
-Una mujer, se llama Igriega, tal vez hayas oído hablar de ella…
Tenía razón, había oído de ella. No mucho, pero si lo más importante.
-Ella está muerta-, le dije.
-Eso dicen-, respondió mi jefe. Torció su boca y me preguntó si seguía en pié la oferta del café.
Me acordé de un comentario que había escuchado anoche en televisión. Sobre que este verano había sido el peor de los últimos cincuenta años. El sol, el calor, las llamas, el cielo rojo, el sudor y las heridas invadieron cada centímetro de Temuco. En verdad estábamos quemándonos.
“LOS MUERTOS no envían correos electrónicos”, fue la reacción automática de mi novia cuando le conté lo que había sucedido en la mañana.
-Ni siquiera saben escribir, menos usar internet-, agregó, como si estuviera muy segura de lo que estaba diciendo. –Pero te va a pagar bien, así que yo me quedaría cómodamente en silencio y haría lo que me pidieran-, agregó con su mejor cara de perra oportunista.
Dio un tercer trago a su jugo de frambuesa y me pidió que le sacara un cigarrillo del bolso que colgaba tras el respaldo de mi silla. Metí la mano y a tientas busqué la cajetilla entre sus cuadernos y tonteras. Sin mirar cogí uno y se lo pasé, lo encendió con cuidado y lo apretó con fuerza entre sus labios.
-Mmm…-, pronunció en la primera aspirada. Un fósforo quemado humeaba en el centro de un cenicero de plástico pintado con la union jack, al lado de una caja con el dibujo de una flor en el dorso. Me acordé de que como a los ocho o diez años intenté comenzar una colección de cajitas de fósforos y estampillas, aunque no estuve mucho tiempo en eso. Dos o tres meses a lo más. Ni siquiera alcancé a juntar un número respetable, pero me conseguí algunas bastante bonitas de Dinamarca y Hungría, de la década de 1930. Algo valían , no sé cuanto, tampoco que fue de ellas.
Me quedé mirando el brazo izquierdo de mi novia, que le caía desnudo del tirante del jumper. La curación seguía allí: grande y blanca, dos vendas dobladas alrededor y por encima de una pelota de algodón. Le cubría desde el hombro hasta poco más arriba del codo.
-¿Todavía te duele?
-Más que la cresta, pero menos que antes.
-Ojalá valga la pena.
-Valdrá, tu también deberías hacerte una. En serio, las cicatrices rules.
-Como los tatuajes, el piercing y toda esa porquería.
-Los tatuajes son para maricas, además que si un día estás de malas vas y te lo borras, it´s so easy. Esto es eterno, como la vida misma. Te duele y te queda-. Se tocó con cuidado la herida y no pudo disimular el dolor. Se la hizo la semana pasada y estuvo dos días llorando sin mover el brazo. Entre sollozos y lágrimas me contó que cuando estuviera seca iba a tener la forma de un infinito, “esa especie de ocho, pero con un espiral de caracol en cada extremo”.
–Tal vez tenga problemas en el colegio-, añadió pasando un dedo por encima de la curación, sin tocarla, -pero me da lo mismo, no sería la primera vez, además me salvan las notas. Me saque un seis cinco, hoy, en geometría. Ven, dame un beso.
Doblé mi cuerpo por encima de la mesa y le metí la lengua hasta la garganta. Ella me mordió los labios y yo giré la palma de mi mano derecha hacia arriba, como si fuera una gran araña moribunda. Mi novia levantó un poco su cuerpo y se las ingenió para poner una de sus tetas sobre la copa de mi mano. No llevaba sostén y el pezón se sentía duro y grande. Debería llevarla al baño y hacérselo aquí mismo. Comencé a mojarme.
-¿Pero tu jefe no fue el único que recibió el mail, verdad?-, me dijo, apartando sus formas de mi lado.
-Supongo…-, murmuré más que caliente. –Lo enviaron a un destinatario múltiple. A la lista de clientes escogidos, los que pagaban mejor, qué se yo…
-¿Quién más estará en esa lista?
Levanté los hombros y noté lo vacío que estaba el lugar. Miré la hora, ya debería estar de regreso en la oficina.
-Apuesto a que hay varios famosos, políticos, curas…-, prosiguió ella, torciendo la boca en su gesto más infantil y encantador.
-Supongo-, repetí-, él no me habló del resto, sólo de su caso... Sabes-, dudé, -no debería haberte contado nada, tal vez me maten por hacerlo-, exageré.
-No seas paranoico.
-No lo soy, pero uno nunca sabe.
-Ya, no te hagas el idiota y cuéntame más. Quiero saber toda la historia…
La miré, ya era demasiado tarde para arrancarme del lugar. Acercó su rostro, un brillo malicioso danzaba en sus pupilas cada vez más grandes.
-Dale-, insistió.
-Era uno de sus clientes más fieles-, comencé. Enseguida (y a mi modo) interpreté mucho de lo que mi jefe me había confesado en la mañana, cuando me trajo de Victoria a Temuco en su BMW plateado, nunca me había subido a uno. Fue rara la sensación de correr a casi ciento cincuenta kilómetros por hora en un auto más caro que la vida misma, por una carretera vigilada por milicos y pacos más preocupados de las quemas y asaltos mapuches que de los excesos de velocidad.
-Dicen que se tragaba todo-, explotó mi novia casi al final del cuento.
-Tu también.
-Pero yo no soy ni puta ni famosa. Además sólo te lo hago a ti y no te cobro. Eso no tiene glamour.
-Pensé que yo era glamoroso.
-Algo.
-Se acostó como diez veces con ella-, en realidad no tenía idea-. Además era cliente diario de los cortos pornográficos que tenía en su sitio. Me contó que le había dedicado algunos.
-En serio
-Si…-, vacilé, -o sea, eso me contó él. El huevón se gastó lo que no voy a ganar en años en esa perra.
-No le digas así.
-Bueno, en la señorita-, exageré. –En fin, el asunto es que según mi jefe, hubo algo más entre ellos, una especie de lazo emocional. Parece que Igriega le contó hartas cosas de su vida.
-¿Qué cosas?
-Ni idea, no me las dijo.
-Para mí, que el viejo se enamoró de ella y punto…
-No estoy tan seguro.
-…
-¿Qué?
-Nada.
-…
-Nada… ¿que cuando nos vamos a tomar un boos?
-No empecemos de nuevo.
-Latero.
CERRÉ LA PUERTA y me bajé los pantalones. Lo hice sólo por costumbre porque no tenía ganas de cagar ni de nada parecido. Afuera, en el baño, un par de compañeros de oficina hablaban de unas perritas que habían conocido anoche. Una tenía un nombre raro, como alemán, y follaba rico.
Me acomodé sobre la taza y desdoblé la hoja que llevaba guardada en el bolsillo trasero de mi pantalón, aún estaba tibia.
To: one@enrednet.cl
From: desarrollo4@enrednet.cl
Subject: Re: No hablaré del final
-----------ORIGINAL MESSAGE-----------
To: Y
From: List
Subject: No hablaré del final
¿Seremos capaces de ordenar, designar y abarcar el destino? Me gustaría comenzar a contarles historias. Historias lejanas, historias amarillas de polen, historias rojas y dudosas. Historias en que soy una virgen vestida de pétalos a la que le besan los pies. De la que no escapan los unicornios del bosque oscuro. Quiero que conozcan esos besos negros, llenos de vientos calurosos y húmedos que me han dado forma. Me gustaría estar aferrada a ustedes, entrelazada con sus brazos, protegiéndonos de un mal que no existe y que es tan lleno, tan grande y tan delicioso, más que el bien. Siempre ha sido así, pero ustedes eso ya lo saben. Silencio. Se han dado cuenta de que un silencio calmo nos invade. Y eso es bueno, después de todo las palabras no significan nada y se olvidan. Además que todo lo que eventualmente podría decirles ya se ha dicho. Por hoy, por esta mañana que ya se hace día, es todo. Los quiero mucho. Descansen hermosos, donde quiera que estén. Y.
Me puse de pié, arrugué el papel y lo tire dentro de la taza. Se fue empapando lentamente hasta que se hundió poco más de la mitad, como si fuera un pequeño iceberg. Pensé en las palabras de Igriega y lo único que pude concluir era que no entendía nada. El mail era como un mal poema en prosa, una sucesión de lugares comunes y frases cursis redactadas por un fanático de Tolkien. Me bajé el cierre del pantalón y meé sobre lo que aún flotaba del papel hasta hundirlo, luego tiré la cadena. Es muy cierto eso de que la vida tiene más vueltas que una oreja.
“DAKELTUNG KONA PEÑI, hagamos oír al winca el ruido sangrante del nuevo kultrung”, estaba garabateado con enormes letras rojas en el techo del bodegón de Motorola, frente de las oficinas de Enrednet S.A. Y el tamaño del rayado era suficientemente grande como para que cualquiera que pasara por dentro o fuera del Silicon Valley temuquense pudiera verlo. Estoy seguro de que entre las punto com y empresas de este barrio satélite hay más simpatizantes con la causa de lo que uno cree, por algo los incendios no nos han alcanzado. No por nada dicen que el corazón de las revoluciones está donde menos se piensa. Había visto esa frase antes, varias veces, es la que está de moda desde hace un par de semanas. la que reemplazó a una que por casi tres meses estuvo garabateada por casi todo Temuco: “Fuck! winca girl…” exclamaba y era mucho más directa e insolente que la actual. La nueva tiene un sentido de la poética más elaborado pero es demasiado sutil, no le doy más de quince días.
Regresé a mi puesto de trabajo, un cubículo enano ubicado entre Dos, una pelirroja gorda recién casada, y Cinco, un gringo que se vino a Chile a los quince años y que tras pasar unos meses en Santiago terminó anclado en la capital de la Araucanía. Hoy tiene 27, una novia llena de espinillas, habla perfectamente el chileno y confiesa ser feliz. A veces almorzamos juntos, la última vez me contó que sus padres lo habían llamado desde Ohio (¿o Iowa?) y le habían ofrecido un pasaje para que volviera a casa, además de una lista con todas las facilidades que uno pudiera imaginarse. Les contestó que no, que estaba demasiado acostumbrado a hablar en español. Mentira, tuvo miedo de confesarles que simplemente estaba contento en Temuco. El día en que yo me crea feliz en Temuco me pego un tiro, lo juro.
Dos me saludó con la cabeza y me alcanzó un frasco lleno de bolitas de chocolate, agarré una y me la metí a la boca. Cinco alargó su cuello de saurópodo jurásico y me preguntó donde había ido a almorzar. Le conté que me había juntado con mi novia y que comimos papas fritas con cualquier cosa en un local cerca de su colegio. En forma gratuita añadió un pésimo chiste, pero bastante amable en su naturaleza. Agregó que uno de estos días deberíamos salir los cuatro, él con su chica y yo con la mía, a embriagarnos por ahí. Me descolocan sus desesperadas ganas de querer ser mi amigo, pero mal no me cae y sé que en el fondo es un buen tipo. Le contesté que tal vez, repitió el tal vez, luego sonrió, se conectó a sus audífonos y regresó a las bases de datos. Estaba escuchando música dance, nadie puede escuchar dance con este calor. Saqué otro montón de bolitas de chocolate del frasco de la gorda y me los metí a la boca, noté que estaba más ocupada en messenger que en revisar los números del sistema.
“Mejorar lo del envío de attachment con sobrepeso”, decía mi letra en un papel verde que pegué sobre el monitor del PC antes de salir a almorzar. Quité el garabato y lo puse en la cubierta de un cuaderno. Miré la hora, esta semana ya no había hecho nada.
Toqué con un dedo la pantalla y el screensaver con la playmate del año pasado, una rubia de nombre compuesto y grandes tetas, desapareció dejando en su lugar a la ventana del Outlook. Aproveché de borrar el mensaje de mi jefe, no sin antes guardar entre los contactos la dirección del list de Igriega. Minimicé el inbox y aproveché el impulso para detener un par de motores de búsqueda en los que estaba rastreando nada de mucha importancia. Lo único que quedó abierto fue el cuadro de una webcam a la que estoy subscrito y que está escondida en un rincón de una oficina del parlamento inglés. Cuando me la ofrecieron aseguraron que iba a descubrir toda clase de secretos del gobierno británico, cosas por el estilo del por qué al bloqueo comercial a Sudáfrica, como si se necesitara de un video online para saberlo. Hasta ahora lo mejor que he visto es a un mequetrefe tirándose a una secretaria encima del escritorio de la oficina.
En el PC de mi casa recibo imágenes de otras catorce webcams escondidas en puntos neurálgicos del mundo. En ninguna he encontrado algo especialmente decidor, pero supongo que es cosa de esperar. Esa es la regla número uno del juego y cuando pegas se aseguran que la tengas muy clara.
Sonó el teléfono, lo levanté sin despegar la vista de las lentas imágenes transmitidas desde el otro lado del mundo.
-¿Cómo vas con las aplicaciones?-, me preguntó la voz de Uno, el gerente de desarrollo, un mono con cara de idiota que tiene sólo un par de años más que yo y la doble ventaja de haber terminado la universidad con buenas notas. No sabe mucho, es más bien ingenuo y nunca se ha descuadrado de su rol de buen alumno, pero funciona en su cargo.
-Más o menos, lo que compraron no sirve-, mentí, -te lo dije, era gastar plata de más-, continué mintiendo. –Estuve entrando en otros sitios, viendo agentes de dominios chinos y japos que son los más inteligentes para ver si podemos sacar ideas. En ninguna parte usan ese sistema-, argumenté sabiendo que le encantan las palabras agente y dominio.
En la ventana de la cámara se abrió otro enlace, un aviso del webmaster, un gordo pelirrojo que vive en un suburbio de Chicago y que jura que alguna vez piloteó un F-18 para la marina norteamericana. “En el portaaviones Truman”, asegura. Claro, antes de volverse loco. La grabación saludó a todos los conectados y de inmediato comenzó a ofrecer la suscripción a una webcam que “alguien” había conseguido esconder en el salón oval de la Casa Blanca.
-Ni cagando antes de la otra semana-, le respondí a Uno, cuando comenzó con lo de los plazos de entrega.
Reconocí el nombre del “alguien” que ofrecía la suscripción a la Casa Blanca, hace un año hizo la misma oferta y pagué bastante por el servicio. Me vieron la cara de imbécil porque por seis meses estuve conectado a una microscópica dentro de una maqueta a escala de la Casa Blanca y a una serie de montajes manipulados con photoephx bastante convincentes. Pulsé la pantalla del monitor e hice desaparecer el cuadro del ex piloto paranoico.
-Ok, pero dime un día-, insistió. -El lunes hay reunión de directorio y me van a preguntar. ¿Martes?
-Miércoles o jueves-, alargué.
-Jueves, para estar seguros, pero el lunes entrégame algo mostrar que estamos avanzando-, acotó.
-No problema-, gesticulé con mi mejor voz robótica.
-Excelente, genial-, exclamó. Antes de cortar me invitó a una fiesta que iban a tener los del departamento comercial, a la que obviamente no pensaba ir.
-Mándame la dirección por mail-, un gesto amable no está de más.
Estuve a punto de enviarle un mensaje de advertencia a los usuarios de la webcam, pero preferí dar la espalda a esa opción, quiero leer los futuros mensajes en el newsgroup. En la oficina del parlamento británico seguía pasando nada.
Alcancé mi Microsoft Nokia e ingresé al campo de mensajes de texto. Escribí: “Salió un buen trabajo. Es harto freak, pero pagan bien. Llámame”. Pulsé el nombre del destinatario y lo envié. La respuesta de mi socia y mejor amiga no demoró en aparecer sobre el cristal líquido del teléfono: “Vale, hablemos a la noche. Besos”
Bloqueé el celular y lo deje a un lado del teclado del computador. Miré la hora, luego hacia afuera y en seguida a mi espalda. Envié un mail rápido a mi jefe. Corto y directo. Le dije que si pasaba algo el fin de semana hiciera forward a mi casilla privada, la cual indiqué al final del cuerpo del mensaje. No demoró en escribirme de vuelta: “ok”. Borré el correo y me paré a buscar una Coca light. Le dije a Cinco si quería una, me respondió que si y me pasó cuatro monedas. A lo lejos, tras los ventanales, podía verse una columna de vapor blanco hacia Nueva Imperial. Imaginé a los bomberos y a lo inútil de su esfuerzo, pero al menos el paisaje se veía bonito. Una extraña foto perfecta. Horror, un amigo dice que los temuquences nos hemos terminado acostumbrando a esa palabra.
El timbre sonó a las ocho de la mañana con un minuto, media hora después de que mamá agarrara la camioneta y se largara a su oficina, segundos antes de que yo terminara de tragar mi desayuno y pasara al baño a fregarme los dientes. Con el desayuno a medias corrí a la puerta y la abrí sin mirar por el ojo de ésta. A esa hora debía ser cualquier persona, menos alguien tan improbable como mi jefe. Pero lo era. Ahí, parado exactamente bajo el umbral de la puerta de la casa de mi madre, estaba el gerente general de Enrednet S.A.
-Buenos días-, me saludó sin quitarme los ojos de encima. Nombró a su secretaria y agregó que ella le había dado mi dirección, -aunque la tiene equivocada-, corrigió. -Un número que no existe, tuve que preguntar en un par de casas antes de encontrarte. Dile que lo corrija.
Un bolo de pan, jamón y queso remojado con un trago de Coca Cola light se arrastró por mi garganta.
-Menos mal que conocía el barrio, cuando era chico vivía por acá cerca, en la calle que sigue… creo… pero esto está muy cambiado. Hace tiempo que no venía-, añadió como si la situación fuera la más natural del mundo. Detrás de la escena un camión de aseo municipal remojaba la calle y barría las cenizas nocturnas con sendas paletas circulares llenas de pelos blancos y largos. Zumbaba como un montón de moscardones gordos. La comida me llegó al fondo del estómago y el malestar nervioso comenzó a propagarse como una entidad inteligente por mi interior. Deberían inventar algo para borrar ese tipo de molestias corporales. El polvillo gris que caía por el techo de la casa de enfrente reflejó el sol de la mañana como si fueran cientos de flashes de alguna rara especie de microbios fotógrafos.
-Adelante-, fue lo primero que atiné a pronunciar. Apenas entró, cerré la puerta. –Tome asiento-, le ofrecí, mostrándole con la mirada uno de los viejos sillones del living, recuerdos de otra época y de otra familia (nunca mejor dicho). –Voy al baño y vuelvo-, disculpé de puro nervioso.
Me enjuagué con fuerza la boca, pensando en que cresta hacía el temuquense más influyente del año pasado, según una elección del Diario Austral, en la casa de mi madre. No era su estilo relacionarse de una forma tan cercana con sus empleados y hasta donde yo sabía (o entendía) no le había dado motivos para: despedirme, caerle especialmente bien, enamorarse de mi (aunque uno nunca sabe), todas las anteriores o ninguna de ellas. Ni siquiera sabía que supiera mi nombre,
Apreté el tubo de pasta de dientes y por tercera vez dibujé una línea sobre la punta de las cuerdas del cepillo. Abrí bien la boca y me limpié la superficie de la lengua, reemplazando esos granos blancos y hediondos de la mañana por otros, también blancos, hechos de pasta con sabor y olor a menta fresca. Arregla el aliento, al menos por unos minutos, pero funciona.
Agité otro trago de agua en mi garganta y tras jugar con la espuma por un momento la escupí fuerte sobre el lavado. Un delgado hilo de sangre se me coló entre la saliva, debo ser más cuidadoso con lo que me venden. Vi mis ojos en el espejo y juntando agua sobre la palma de mis manos me mojé el rostro. No podía seguir escondido en el baño.
-¿Quiere algo? ¿Un café?-, le pregunté al regresar al living.
-Nada, gracias…-, respondió mientras examinaba cada centímetro de las paredes.
-…
-¿Hay alguien más en casa?-, preguntó.
-No-, le dije y mientras lo hacía pensé que debería haberle dicho otra cosa, haber inventado algo, uno nunca sabe. Tal vez mi jefe era en secreto un asesino serial y en cosa de minutos yo podría terminar abierto de cuajo, destripado, como esas doce pendejas de Curicó.
-¿Te preguntarás que hago aquí?
-Entre otras cosas.
Se rió, yo también, fue un gesto amable, cómodo.
-¿Vives solo?-, sumó, con un tono de voz más bajo, casi tranquilo. Le conté que no, que vivía con mi madre. Soltó un soplido largo, como un murmullo de aire y continuó examinando cada rincón del lugar, esta vez como si buscara a mamá, supuestamente escondida tras las cortinas o de espaldas al gomero junto a las ventanas.
-No está, ya le dije que estamos solos-, aclaré. –Ella sale temprano, es secretaria en línea y usted sabe… hay que estar a la hora, por lo del satélite.
Ambos miramos al techo, como si a través de este pudiéramos ver la red de objetos que giraban alrededor de nuestro planeta.
-Necesito tu ayuda-, dijo mirándome de costado y rascándose el cuello.
-Ya no hago esa clase de trabajos-, contesté, sabiendo muy bien a qué se refería. La información estaba en mis antecedentes, no sé si manchándolos o decorándolos. Además fue gracias a esos conocimientos especiales que llegué a trabajar para él y sus socios. Mal que mal se supone que soy un genio. Tarde o temprano me iban a pedir “horas extraordinarias”, eso siempre lo tuve más que claro.
-No voy a pedirte que rompas nada, ni que programes un gusano. El trabajo es simple, mucho más de lo que imaginas…
-…
-Además eres el único que conozco que me puede ayudar, creo.
-...
-Te pagaría bien, un sueldo extra. El doble de lo que ganas por unos…-, vaciló, -cuatro o cinco meses. Aunque, tu sabes, podría alargarse un poco más si haces bien las cosas.
-…
-Necesito que encuentres a alguien-, continuó sin esperar mi respuesta.
-Stalker-, murmuré.
-Algo así-, pensé que no me había escuchado. -Pero óyeme bien, lo más importante es que nadie puede saberlo. Nadie de nadie. Nunca-, recalcó. -Por ningún motivo se te ocurra comentarlo con alguien de tu familia o tus amigos y mucho menos en la oficina. Si lo haces pierdes todo y es en serio. Te quedas en la calle, sin un peso. Y no creo que te sea fácil encontrar otro trabajo, ya sabes…
No recordaba la última vez que me habían amenazado, de hecho creía que las amenazas estaban pasadas de moda.
-El negocio es sólo entre tu y yo.
-…
-¿Si o no?-, preguntó levantando su ceja izquierdo. De ser él, habría usado una terminología más ad-hok, más intimidante, un “estás adentro o fuera”, que se yo. Miré buscando las cámaras y la siguiente orden del director pero sólo encontré los ojos grandes y nerviosos de mi jefe. Hijo de puta, como si hubiera otra respuesta posible:
-¿Quién es?
-Una mujer, se llama Igriega, tal vez hayas oído hablar de ella…
Tenía razón, había oído de ella. No mucho, pero si lo más importante.
-Ella está muerta-, le dije.
-Eso dicen-, respondió mi jefe. Torció su boca y me preguntó si seguía en pié la oferta del café.
Me acordé de un comentario que había escuchado anoche en televisión. Sobre que este verano había sido el peor de los últimos cincuenta años. El sol, el calor, las llamas, el cielo rojo, el sudor y las heridas invadieron cada centímetro de Temuco. En verdad estábamos quemándonos.
“LOS MUERTOS no envían correos electrónicos”, fue la reacción automática de mi novia cuando le conté lo que había sucedido en la mañana.
-Ni siquiera saben escribir, menos usar internet-, agregó, como si estuviera muy segura de lo que estaba diciendo. –Pero te va a pagar bien, así que yo me quedaría cómodamente en silencio y haría lo que me pidieran-, agregó con su mejor cara de perra oportunista.
Dio un tercer trago a su jugo de frambuesa y me pidió que le sacara un cigarrillo del bolso que colgaba tras el respaldo de mi silla. Metí la mano y a tientas busqué la cajetilla entre sus cuadernos y tonteras. Sin mirar cogí uno y se lo pasé, lo encendió con cuidado y lo apretó con fuerza entre sus labios.
-Mmm…-, pronunció en la primera aspirada. Un fósforo quemado humeaba en el centro de un cenicero de plástico pintado con la union jack, al lado de una caja con el dibujo de una flor en el dorso. Me acordé de que como a los ocho o diez años intenté comenzar una colección de cajitas de fósforos y estampillas, aunque no estuve mucho tiempo en eso. Dos o tres meses a lo más. Ni siquiera alcancé a juntar un número respetable, pero me conseguí algunas bastante bonitas de Dinamarca y Hungría, de la década de 1930. Algo valían , no sé cuanto, tampoco que fue de ellas.
Me quedé mirando el brazo izquierdo de mi novia, que le caía desnudo del tirante del jumper. La curación seguía allí: grande y blanca, dos vendas dobladas alrededor y por encima de una pelota de algodón. Le cubría desde el hombro hasta poco más arriba del codo.
-¿Todavía te duele?
-Más que la cresta, pero menos que antes.
-Ojalá valga la pena.
-Valdrá, tu también deberías hacerte una. En serio, las cicatrices rules.
-Como los tatuajes, el piercing y toda esa porquería.
-Los tatuajes son para maricas, además que si un día estás de malas vas y te lo borras, it´s so easy. Esto es eterno, como la vida misma. Te duele y te queda-. Se tocó con cuidado la herida y no pudo disimular el dolor. Se la hizo la semana pasada y estuvo dos días llorando sin mover el brazo. Entre sollozos y lágrimas me contó que cuando estuviera seca iba a tener la forma de un infinito, “esa especie de ocho, pero con un espiral de caracol en cada extremo”.
–Tal vez tenga problemas en el colegio-, añadió pasando un dedo por encima de la curación, sin tocarla, -pero me da lo mismo, no sería la primera vez, además me salvan las notas. Me saque un seis cinco, hoy, en geometría. Ven, dame un beso.
Doblé mi cuerpo por encima de la mesa y le metí la lengua hasta la garganta. Ella me mordió los labios y yo giré la palma de mi mano derecha hacia arriba, como si fuera una gran araña moribunda. Mi novia levantó un poco su cuerpo y se las ingenió para poner una de sus tetas sobre la copa de mi mano. No llevaba sostén y el pezón se sentía duro y grande. Debería llevarla al baño y hacérselo aquí mismo. Comencé a mojarme.
-¿Pero tu jefe no fue el único que recibió el mail, verdad?-, me dijo, apartando sus formas de mi lado.
-Supongo…-, murmuré más que caliente. –Lo enviaron a un destinatario múltiple. A la lista de clientes escogidos, los que pagaban mejor, qué se yo…
-¿Quién más estará en esa lista?
Levanté los hombros y noté lo vacío que estaba el lugar. Miré la hora, ya debería estar de regreso en la oficina.
-Apuesto a que hay varios famosos, políticos, curas…-, prosiguió ella, torciendo la boca en su gesto más infantil y encantador.
-Supongo-, repetí-, él no me habló del resto, sólo de su caso... Sabes-, dudé, -no debería haberte contado nada, tal vez me maten por hacerlo-, exageré.
-No seas paranoico.
-No lo soy, pero uno nunca sabe.
-Ya, no te hagas el idiota y cuéntame más. Quiero saber toda la historia…
La miré, ya era demasiado tarde para arrancarme del lugar. Acercó su rostro, un brillo malicioso danzaba en sus pupilas cada vez más grandes.
-Dale-, insistió.
-Era uno de sus clientes más fieles-, comencé. Enseguida (y a mi modo) interpreté mucho de lo que mi jefe me había confesado en la mañana, cuando me trajo de Victoria a Temuco en su BMW plateado, nunca me había subido a uno. Fue rara la sensación de correr a casi ciento cincuenta kilómetros por hora en un auto más caro que la vida misma, por una carretera vigilada por milicos y pacos más preocupados de las quemas y asaltos mapuches que de los excesos de velocidad.
-Dicen que se tragaba todo-, explotó mi novia casi al final del cuento.
-Tu también.
-Pero yo no soy ni puta ni famosa. Además sólo te lo hago a ti y no te cobro. Eso no tiene glamour.
-Pensé que yo era glamoroso.
-Algo.
-Se acostó como diez veces con ella-, en realidad no tenía idea-. Además era cliente diario de los cortos pornográficos que tenía en su sitio. Me contó que le había dedicado algunos.
-En serio
-Si…-, vacilé, -o sea, eso me contó él. El huevón se gastó lo que no voy a ganar en años en esa perra.
-No le digas así.
-Bueno, en la señorita-, exageré. –En fin, el asunto es que según mi jefe, hubo algo más entre ellos, una especie de lazo emocional. Parece que Igriega le contó hartas cosas de su vida.
-¿Qué cosas?
-Ni idea, no me las dijo.
-Para mí, que el viejo se enamoró de ella y punto…
-No estoy tan seguro.
-…
-¿Qué?
-Nada.
-…
-Nada… ¿que cuando nos vamos a tomar un boos?
-No empecemos de nuevo.
-Latero.
CERRÉ LA PUERTA y me bajé los pantalones. Lo hice sólo por costumbre porque no tenía ganas de cagar ni de nada parecido. Afuera, en el baño, un par de compañeros de oficina hablaban de unas perritas que habían conocido anoche. Una tenía un nombre raro, como alemán, y follaba rico.
Me acomodé sobre la taza y desdoblé la hoja que llevaba guardada en el bolsillo trasero de mi pantalón, aún estaba tibia.
To: one@enrednet.cl
From: desarrollo4@enrednet.cl
Subject: Re: No hablaré del final
-----------ORIGINAL MESSAGE-----------
To: Y
From: List
Subject: No hablaré del final
¿Seremos capaces de ordenar, designar y abarcar el destino? Me gustaría comenzar a contarles historias. Historias lejanas, historias amarillas de polen, historias rojas y dudosas. Historias en que soy una virgen vestida de pétalos a la que le besan los pies. De la que no escapan los unicornios del bosque oscuro. Quiero que conozcan esos besos negros, llenos de vientos calurosos y húmedos que me han dado forma. Me gustaría estar aferrada a ustedes, entrelazada con sus brazos, protegiéndonos de un mal que no existe y que es tan lleno, tan grande y tan delicioso, más que el bien. Siempre ha sido así, pero ustedes eso ya lo saben. Silencio. Se han dado cuenta de que un silencio calmo nos invade. Y eso es bueno, después de todo las palabras no significan nada y se olvidan. Además que todo lo que eventualmente podría decirles ya se ha dicho. Por hoy, por esta mañana que ya se hace día, es todo. Los quiero mucho. Descansen hermosos, donde quiera que estén. Y.
Me puse de pié, arrugué el papel y lo tire dentro de la taza. Se fue empapando lentamente hasta que se hundió poco más de la mitad, como si fuera un pequeño iceberg. Pensé en las palabras de Igriega y lo único que pude concluir era que no entendía nada. El mail era como un mal poema en prosa, una sucesión de lugares comunes y frases cursis redactadas por un fanático de Tolkien. Me bajé el cierre del pantalón y meé sobre lo que aún flotaba del papel hasta hundirlo, luego tiré la cadena. Es muy cierto eso de que la vida tiene más vueltas que una oreja.
“DAKELTUNG KONA PEÑI, hagamos oír al winca el ruido sangrante del nuevo kultrung”, estaba garabateado con enormes letras rojas en el techo del bodegón de Motorola, frente de las oficinas de Enrednet S.A. Y el tamaño del rayado era suficientemente grande como para que cualquiera que pasara por dentro o fuera del Silicon Valley temuquense pudiera verlo. Estoy seguro de que entre las punto com y empresas de este barrio satélite hay más simpatizantes con la causa de lo que uno cree, por algo los incendios no nos han alcanzado. No por nada dicen que el corazón de las revoluciones está donde menos se piensa. Había visto esa frase antes, varias veces, es la que está de moda desde hace un par de semanas. la que reemplazó a una que por casi tres meses estuvo garabateada por casi todo Temuco: “Fuck! winca girl…” exclamaba y era mucho más directa e insolente que la actual. La nueva tiene un sentido de la poética más elaborado pero es demasiado sutil, no le doy más de quince días.
Regresé a mi puesto de trabajo, un cubículo enano ubicado entre Dos, una pelirroja gorda recién casada, y Cinco, un gringo que se vino a Chile a los quince años y que tras pasar unos meses en Santiago terminó anclado en la capital de la Araucanía. Hoy tiene 27, una novia llena de espinillas, habla perfectamente el chileno y confiesa ser feliz. A veces almorzamos juntos, la última vez me contó que sus padres lo habían llamado desde Ohio (¿o Iowa?) y le habían ofrecido un pasaje para que volviera a casa, además de una lista con todas las facilidades que uno pudiera imaginarse. Les contestó que no, que estaba demasiado acostumbrado a hablar en español. Mentira, tuvo miedo de confesarles que simplemente estaba contento en Temuco. El día en que yo me crea feliz en Temuco me pego un tiro, lo juro.
Dos me saludó con la cabeza y me alcanzó un frasco lleno de bolitas de chocolate, agarré una y me la metí a la boca. Cinco alargó su cuello de saurópodo jurásico y me preguntó donde había ido a almorzar. Le conté que me había juntado con mi novia y que comimos papas fritas con cualquier cosa en un local cerca de su colegio. En forma gratuita añadió un pésimo chiste, pero bastante amable en su naturaleza. Agregó que uno de estos días deberíamos salir los cuatro, él con su chica y yo con la mía, a embriagarnos por ahí. Me descolocan sus desesperadas ganas de querer ser mi amigo, pero mal no me cae y sé que en el fondo es un buen tipo. Le contesté que tal vez, repitió el tal vez, luego sonrió, se conectó a sus audífonos y regresó a las bases de datos. Estaba escuchando música dance, nadie puede escuchar dance con este calor. Saqué otro montón de bolitas de chocolate del frasco de la gorda y me los metí a la boca, noté que estaba más ocupada en messenger que en revisar los números del sistema.
“Mejorar lo del envío de attachment con sobrepeso”, decía mi letra en un papel verde que pegué sobre el monitor del PC antes de salir a almorzar. Quité el garabato y lo puse en la cubierta de un cuaderno. Miré la hora, esta semana ya no había hecho nada.
Toqué con un dedo la pantalla y el screensaver con la playmate del año pasado, una rubia de nombre compuesto y grandes tetas, desapareció dejando en su lugar a la ventana del Outlook. Aproveché de borrar el mensaje de mi jefe, no sin antes guardar entre los contactos la dirección del list de Igriega. Minimicé el inbox y aproveché el impulso para detener un par de motores de búsqueda en los que estaba rastreando nada de mucha importancia. Lo único que quedó abierto fue el cuadro de una webcam a la que estoy subscrito y que está escondida en un rincón de una oficina del parlamento inglés. Cuando me la ofrecieron aseguraron que iba a descubrir toda clase de secretos del gobierno británico, cosas por el estilo del por qué al bloqueo comercial a Sudáfrica, como si se necesitara de un video online para saberlo. Hasta ahora lo mejor que he visto es a un mequetrefe tirándose a una secretaria encima del escritorio de la oficina.
En el PC de mi casa recibo imágenes de otras catorce webcams escondidas en puntos neurálgicos del mundo. En ninguna he encontrado algo especialmente decidor, pero supongo que es cosa de esperar. Esa es la regla número uno del juego y cuando pegas se aseguran que la tengas muy clara.
Sonó el teléfono, lo levanté sin despegar la vista de las lentas imágenes transmitidas desde el otro lado del mundo.
-¿Cómo vas con las aplicaciones?-, me preguntó la voz de Uno, el gerente de desarrollo, un mono con cara de idiota que tiene sólo un par de años más que yo y la doble ventaja de haber terminado la universidad con buenas notas. No sabe mucho, es más bien ingenuo y nunca se ha descuadrado de su rol de buen alumno, pero funciona en su cargo.
-Más o menos, lo que compraron no sirve-, mentí, -te lo dije, era gastar plata de más-, continué mintiendo. –Estuve entrando en otros sitios, viendo agentes de dominios chinos y japos que son los más inteligentes para ver si podemos sacar ideas. En ninguna parte usan ese sistema-, argumenté sabiendo que le encantan las palabras agente y dominio.
En la ventana de la cámara se abrió otro enlace, un aviso del webmaster, un gordo pelirrojo que vive en un suburbio de Chicago y que jura que alguna vez piloteó un F-18 para la marina norteamericana. “En el portaaviones Truman”, asegura. Claro, antes de volverse loco. La grabación saludó a todos los conectados y de inmediato comenzó a ofrecer la suscripción a una webcam que “alguien” había conseguido esconder en el salón oval de la Casa Blanca.
-Ni cagando antes de la otra semana-, le respondí a Uno, cuando comenzó con lo de los plazos de entrega.
Reconocí el nombre del “alguien” que ofrecía la suscripción a la Casa Blanca, hace un año hizo la misma oferta y pagué bastante por el servicio. Me vieron la cara de imbécil porque por seis meses estuve conectado a una microscópica dentro de una maqueta a escala de la Casa Blanca y a una serie de montajes manipulados con photoephx bastante convincentes. Pulsé la pantalla del monitor e hice desaparecer el cuadro del ex piloto paranoico.
-Ok, pero dime un día-, insistió. -El lunes hay reunión de directorio y me van a preguntar. ¿Martes?
-Miércoles o jueves-, alargué.
-Jueves, para estar seguros, pero el lunes entrégame algo mostrar que estamos avanzando-, acotó.
-No problema-, gesticulé con mi mejor voz robótica.
-Excelente, genial-, exclamó. Antes de cortar me invitó a una fiesta que iban a tener los del departamento comercial, a la que obviamente no pensaba ir.
-Mándame la dirección por mail-, un gesto amable no está de más.
Estuve a punto de enviarle un mensaje de advertencia a los usuarios de la webcam, pero preferí dar la espalda a esa opción, quiero leer los futuros mensajes en el newsgroup. En la oficina del parlamento británico seguía pasando nada.
Alcancé mi Microsoft Nokia e ingresé al campo de mensajes de texto. Escribí: “Salió un buen trabajo. Es harto freak, pero pagan bien. Llámame”. Pulsé el nombre del destinatario y lo envié. La respuesta de mi socia y mejor amiga no demoró en aparecer sobre el cristal líquido del teléfono: “Vale, hablemos a la noche. Besos”
Bloqueé el celular y lo deje a un lado del teclado del computador. Miré la hora, luego hacia afuera y en seguida a mi espalda. Envié un mail rápido a mi jefe. Corto y directo. Le dije que si pasaba algo el fin de semana hiciera forward a mi casilla privada, la cual indiqué al final del cuerpo del mensaje. No demoró en escribirme de vuelta: “ok”. Borré el correo y me paré a buscar una Coca light. Le dije a Cinco si quería una, me respondió que si y me pasó cuatro monedas. A lo lejos, tras los ventanales, podía verse una columna de vapor blanco hacia Nueva Imperial. Imaginé a los bomberos y a lo inútil de su esfuerzo, pero al menos el paisaje se veía bonito. Una extraña foto perfecta. Horror, un amigo dice que los temuquences nos hemos terminado acostumbrando a esa palabra.