FORTEGAVERSO: NOVELA (SIN NOMBRE. VERSION 2.0) II PARTE

domingo, noviembre 09, 2008

NOVELA (SIN NOMBRE. VERSION 2.0) II PARTE


Primera entrega

3
LAS PALABRAS DEL PATRÓN se cumplieron sílaba tras sílaba. Justo cuando el sol comenzó su descenso, un carro negro surgió tras la esquina del mercado y se detuvo junto a la plaza. El muchacho miró al cochero y pensó que tenía cara de muerto: pálido y con los cabellos grises. Sus ojos azules y pobladas cejas delataban un origen que no estaba en estas tierras.
–¿Quién viaja? –preguntó el conductor.
–Cumplo con la voluntad de la logia Lautarina –repitió el mozo, recordando cada una de las palabras que le había indicado el patrón.
El extraño lo invitó a subir, le dijo que cerrara la puerta por dentro y que se acomodara. Que el viaje era largo.
La noche estaba cubierta y las luces del puerto no tardaron en reflejarse sobre la bahía. Al mozo nunca le había gustado El Callao. El olor fétido del mar, los hombres extraños que caminaban por sus calles, la maldad que reptaba en cada esquina. Hace años le habían dado una paliza cerca de los muelles, lo dejaron tirado y casi muerto. Su hermano tuvo peor suerte. Tenía doce años y ahí fue cuando el viejo lo encontró. Desde entonces trataba de evitar volver al puerto, le tenía miedo. Prefería mil veces Lima, la tranquilidad y grandeza de sus casas, la belleza de sus habitantes, los colores y olores de su cielo. Se fijó en tres grandes veleros que estaban anclados, uno de ellos llevaba bandera chilena. Un perro ladró a la distancia, luego otro, cada vez más cerca. Se asomó a la ventana de la calesa. Una pequeña jauría de vagos perseguían al carro, intentando morder las patas del caballo.
El carruaje enfiló hacia la parte alta del puerto y luego se dirigió a la salida sur del Callao, una ruta empedrada que llevaba a las antiguas haciendas y caserones que sólo algunos años antes ocupaban los dignatarios de la corona española. Un trueno retumbó en el cielo, acompañando a un relámpago que iluminó el horizonte perdido tras las colinas. La negra se equivocó, pensó el muchacho, se avecinaba una tormenta.
La lluvia empezó a caer despacio, sonando como una melodía sin ritmo sobre el techo metálico de la calesa. Magallanes se preguntó cuanto faltaba para llegar y donde podría pasar la noche. El Callao no estaba tan lejos de Lima, pero la noche era peligrosa y los caminos guardaban secretos que era mejor dejar tranquilos. Era cierto, los tiempos eran calmos, pero como rezaba su difunto señor, eso no era igual que decir que fueran buenos tiempos.
Desviaron hacia la entrada de una propiedad rodeada de viejos molles. El mozo trató de enfocar su vista en la oscuridad y descubrió como estos, junto a un pesado empedrado, formaban un muro alredor de los terrenos. El camino se iba haciendo más angosto, serpenteando entre los árboles que se mecían bajo un viento que sabía aullar bajo las nubes. La lluvia ya era un bombardeo de gordos goterones.
El caserón recordaba un castillo del viejo mundo. El muchacho los conocía de libros de grabados que el patrón le mostraba cuando le hablaba de Inglaterra e Irlanda, sus otras patrias. La puerta estaba cerrada y no se veía luz en el interior. El mozo calculó que debía de ser cerca de la medianoche, aunque con lo cerrado de las nubes y lo oscuro de la tormenta resultaba complicado precisarlo. El cochero lo hizo bajar y le indicó que esperara junto a la puerta, que pronto vendrían a recibirlo. Subrayó que no olvidara el encargo. El muchacho respondió moviendo la cabeza y saltó del carruaje. La tierra mojada por la lluvia había formado ese barro espeso y pegajoso, tan típico de la costa peruana.
Después de un rayo, que iluminó la copa de los árboles cercanos, descubrió que había luz en el interior de la casa. Sintió luego que unos pasos fuertes se acercaban a la puerta. Desde dentro rechinaron postigos y cadenas, luego una de las hojas del portalón se abrió y bajo el dintel apareció un mestizo joven, casi de su misma edad, pero vestido con ropas de paje elegante; similares, pero más finas, a las que él mismo había tenido que lucir en un par de reuniones privadas en la que debió servir al señor y sus invitados.
–Entre rápido, que se ve a mojar –le dijo el niño de la casa–. Venga conmigo, tenemos una habitación preparada para que pase la noche. Quizás quiera descanzar un momento, la señora pronto requerirá de su presencia.

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