FORTEGAVERSO: NOVELA (SIN NOMBRE. VERSION 2.0)

lunes, noviembre 03, 2008

NOVELA (SIN NOMBRE. VERSION 2.0)




LIMA, PERÚ.

24 OCTUBRE 1842


1
“TOMA EL CUCHILLO y arráncale los ojos”, pronució la dama, acompañando la frase con una larga sonrisa, casi sobrenatural, bajo el resplandor mortecino de las antorchas de la cripta. “No es difícil”, prosiguió, “el huacho está muerto y la hoja bien afilada. Pero debes hacerlo antes de que lo entierren…”
El mozo miró la figura tallada en la empuñadura del puñal y respiró hondo para no revelar el temor que el lugar, la situación y su anfitriona le producían. El viejo le había enseñado varios trucos para espantar al miedo: mover los dedos de los pies, empuñar la mano izquierda, concentrarse en alguna parte del cuerpo lo más alejada posible de la cabeza, pero ahora ninguno de ellos funcionaba. “Pon los ojos de un cerdo en lugar de los suyos”, continuó la señora de mirada celeste, “ya ordené a la patrona que sacrificara uno de mis animales y te entregara sus ojos en una bolsa de cuero de vaca, así se conservan frescos”. Hizo un alto y volvió a sonreír: “y no me mires de esa manera, hermoso, recuerda que sólo estamos cumpliendo con la voluntad de tu señor. Ojo por ojo, los de un bastardo por los de un puerco”.
Magallanes continuó revisando los detalles artísticos del cuchillo y mientras las palabras de la señora se repetían en su cabeza, fue recordando cada uno de los eventos sucedidos a lo largo del día. Mismos que lo habían obligado a viajar de Lima al Callao, bajo una lluvia que se hizo torrencial, para cumplir con la última voluntad de un anciano pelirrojo que hacía rato ya estaba al otro lado del camino.



2
EL HUACHO murió a las doce con un minuto, la frase se escuchó durante toda la tarde a lo largo y ancho de los pasillos de la vieja casona limeña, rebotando en cada toque como si se tratara del sello final a una maldición que llevaba demasiado tiempo pendiente. El epílogo estaba cerrado y el despreciado señor había dejado de respirar exactamente a mitad del día. Por muy largas que parezcan, las agonías siempre terminan.
El mozo permaneció casi toda la tarde escondido en un rincón de la cocina, escuchando los comentarios y anotando en su memoria los que le parecían más despectivos. Los mismos negros que hasta la noche anterior se referían al viejo con el respetuoso apelativo de patrón, ahora no dudaban en rebajarlo el insultó que lo había acompañando desde su nacimiento. El señor le contó esas historias, de cómo sus iguales crecieron riéndose de él, burlándose a sus espaldas con aquellas dos sílabas: huacho. Hace tres noches le anunció que cuando muriera, hasta sus más cercanos lo iban a llamar así. “La palabra que marcó mi vida, vendrá como fantasma a despedirme”, fueron sus palabras. Tenía razón, el viejo siempre la tenía. Y fue en esa conversación donde aprovechó de encomendarle la misión. Tenía dos partes. La primera la cumplió poco antes de que el señor muriera. Para la segunda debía esperar un poco más, que cayera la tarde y que un carruaje pasara a buscarlo para trasladarlo al Callao.
Iba a llover, una de las criadas de doña Rosa lo comentó mientras desplumaba una gallina gorda y de plumas naranjo amanecer. El cielo estaba cubierto y las nubes bajas. No para desatar una tormenta, pero si lo suficiente como para mojar un poco las almas. Al muchacho no le importaba, con los años había aprendido a apreciar la lluvia, incluso le gustaba. El viejo solía hablarle de la forma en que llovía allá en el sur, en ese país llamado Chile. El resto de los que respiraban en la casa evitaba hablar de esas tierras, decían que no era un buen lugar para vivir. Agregaban incluso que el mismo diablo habitaba en las montañas de allá abajo. Abajo, el patrón también usaba esa palabra para referirse a los valles infinitos que corrían al sur del Perú. Le dolía hablar de Chile, por eso le funcionaba tan bien aquello de abajo, además en los mapas, esas tierras siempre aparecían por allá, precisamente donde acababa el mundo.
“Te van a recoger en la la plaza del mercado”, el patrón le anunció además que debía esperar en la esquina sur y que la cita sería a la hora precisa en que bajaba el sol. Le hizo repetir hasta el cansancio lo que debía decir al cochero, “para que te entre en esa cabeza dura tuya”. Insistió en que llevara el paquete lo más visible que pudiera, “pero cuidate de los rateros”. La plaza estaba llena de bandidos, algunos de los cuales recién se empinaban sobre la niñez. Esos eran los peores, porque sus manos eran tan rápidas como sus piernas flacas de perro galgo. Según los verbos del amo, el carruaje que lo iba a recoger era una calesa negra, de un sólo eje, arrastrado por un caballo flaco de igual color. Le advirtió que el conductor hablaba en un acento extraño y que usaba el pelo, largo y cano, agarrado en una cola de pirata inglés. Aunque le pareciera intimidante, no debía asustarse.
Las instrucciones eran matemáticas, tan simples como sumar uno más uno.
Era pesado e incómodo, un paquete alargado, de casi dos metros de punta a punta, por una veintena de centímetros de ancho. Encima llevaba atado un mensaje sellado y marcado con el timbre de la casa, sobre el cual su autor había intentado dibujar una bandera chilena. La debilidad, producto del mal que lo aquejaba, determinó apenas un garabato de colores desordenados.
El mozo aguardó a que la tarde comenzara a bajar, buscó una manta que ponerse sobre los hombros y le dijo a la patrona que tenía que salir. Que antes de morir, el huacho le había pedido que llevara un paquete a unos amigos del puerto, que lo íban a recoger cerca del mercado. La mitad de la historia era cierta, además la negra no hizo muchas preguntas. Jamás las hacía. A lo más movió su culo gigantesco, le pidió que le trajera harina de pescado y antes de despedirse le arrojó un un par de bendiciones. Con un muerto en la casa ya era suficiente, no era bueno tentar a la suerte.
Decir la verdad era mejor que inventar una historia llena de puntos blancos. El viejo le había enseñado el arte de mentir, pero por más que se esforzó jamás consiguió pulirlo. El señor le decía que era demasiado inocente y demasiado niño para mentir. Él mozo no estaba muy de acuerdo con ello, de inocencia cada día le quedaba menos, de niño para que decir.

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1 Comentarios:

A la/s 1:11 a. m., Blogger Mike Wilson dijo...

buenísimo. ¿hay más?

 

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