RECUERDOS DEL FUTURO (3)
YGRIEGA LLEGÓ a las ocho con siete minutos. Llevaba el vestido azul metálico que compramos en Saks para su cumpleaños pasado y el cabello rubio le caía con elegancia sobre los hombros. Se veía tan o más bella que cualquier muchacha neoyorquina de treinta años, fuera esta real o artificial. Detalle que ya ni siquiera era anecdótico. Saludó al maitre y esperó a que este le indicara donde yo estaba. Me fije que varios hombres la siguieron con la mirada. Me gusta que se vea y se sienta hermosa, me produce algo extraño, algo que sólo puedo definir como orgullo de padre. O de hermano mayor. O de algún raro tipo de pareja, ¿por qué no? Y es que hemos pasado tantos años juntos que lo anterior no tiene nada de anormal, sino del más puro y honesto de los cariños. Yo le salvé la vida, ella salvó la mía, nuestra unión es el mejor de los tratos.
–Disculpa, pero me fue imposible llegar antes –me dijo junto a la más perfecta de sus sonrisas. De no ser por el azul, casi transparente, de sus ojos sería una perfecta humana.
–Lo sé, no te excuses, son cosas que pasan en esta ciudad.
Más que humana, eso es ella.
–¿Viste quien está detrás de tuyo? –cambió repentinamente de tema, mientras tomaba su lugar.
–Alguna famosa
–No, uno de tus héroes.
–¿Puedo voltear?
–Cuando yo te diga
Esperamos un rato, mirándonos a los ojos, entonces ella me hizo el gesto. Fingiendo que algo se me había caído, miré más allá del respaldo de mi silla. En la mesa del fondo reconocí a Abner Ravenwood, el arqueólogo, efectivamente uno de mis héroes. Igriega me conocía mejor que nadie.
–Pensé que no estaba en el país, lo último que supe de él es que se había perdido en algún lugar de Egipto buscando el Arca de la Alianza.
–Quizás ya la encontró –Igriega continuaba siendo tan racional como cuando la conocí y su piel era brillante como plata recién pulida.
–Es cierto, quizás ya la encontró –repetí–. El tipo rubio y alto que está a la izquierda de Ravenwood, estoy seguro que lo he visto en alguna parte.
-Tu y la mitad de Manhattan en cualquier revista deportiva. Es Gordon, el atleta olímpico de Yale, el orgullo de la nueva raza americana como lo llama el Post.
Sonreí, ella continuó mirando a Ravenwood y a Gordon. En verdad este era un mundo maravilloso.
Vinieron a atendernos. Pedí un filete con ensaladas verdes y una copa de vino tinto chileno, además de un vaso de agua. Igriega sólo pidió lo último, le dijo al mozo que no se sentía bien. Da lo mismo si le creyó o no, desde que los números se convirtieron en réplicas, el mundo entero se ha acostumbrado a excusas baratas de hombres y mujeres más apuestos que el común de los humanos y que sólo beben agua pura, aún cuando acudan al más costoso de los restaurantes. Además hoy era mi noche, yo debía de comer bien.
Igriega siguió mirando a las celebridades. Cuando le pregunté el motivo de su fijación me respondió en voz baja que había escuchado el rumor de que Gordon era en realidad una réplica, pero que desde su lugar le era imposible ver el color de sus ojos. Después volteó hacia mi lado y me contó como había estado su día, luego me preguntó si había escrito. “Durante toda la mañana”, le conté, era cierto.
Trajeron el pedido. Yo levanté mi copa de vino, ella la suya con agua.
–Feliz cumpleaños, inspector –brindó ella, con la misma solemnidad con la cual se ha dirigido a mi desde el día en que nos conocimos, en la estación terminal de aerocarriles de Concepción. Claro, por supuesto, ¿qué sucedió desde entonces? Lo que tenía que pasar, me aproveché de la edad y la locura de Prat para disparar contra el brazo artificial de Grau. En cosa de segundos el salón de oficiales del Huascar se copó del más tóxico de los vapores metahullanos. La prótesis del peruano era vieja y por lo mismo, gracias al óxido del tiempo, más venenosa que lo que se desprendía del herido corazón de Igriega. Condell, Prat y el manco eran ancianos, se desesperaron y yo aproveché la confusión para agarrar el maltrecho cuerpo de mi compañera y salir de allí. Antes de hacerlo, cerré la puerta por fuera para que la ponzoña verde acabara su tarea. Luego me dirigí a cubierta, recosté a Igriega junto a los cañones y le ordené que sucediera lo que sucediera se limitara a dar fe a mis palabras. Que lo que yo dijera debía de ser tomado por cierto. Entonces agarré el revólver y me disparé en el hombro, sabía que tenía un poco de tiempo antes de desfallecer y lo aproveché para disparar un par de bengalas. Recuperé la conciencia dos días después en un hospital de Iquique. Tras ese lapso, Igriega había sido reparada y aunque le hicieron preguntas, en esos años la declaración de un organismo artificial no era tomada como aceptable. La trajeron, con un brazo de repuesto dorado y una cubierta del mismo color sobre el pecho izquierdo, hasta mi habitación, en el sanatorio, y nos hicieron declarar. Buena chica, confirmó cada una de mis palabras. Tal como pensé había sido una buena idea culpar a disidentes peruanos del asesinato, más aún meter a Grau como cerebro del entuerto. El sujeto era un rechazado tanto en su país como en el nuestro, era plausible que quisiera una revancha, cobrarse por años de humillaciones. Y así fue como el ex capitán del Huascar acabó liderando una inexistente célula terrorista peruana boliviana, responsable de las muertes de dos héroes como Prat y Condell y de una serie de actos violentistas contra el progreso chileno. Mi metálica compañera y yo nos convertimos en héroes de la prensa y sensaciones momentáneas para los programas de teleradio. Incluso Balmaceda nos dio un par de medallas, más la tranquilidad de cambiar la calle por un escritorio. Resultó mejor de lo que yo mismo imaginé durante la milésima de segundo en que tomé la decisión de contra quien disparar. Casi lo hice contra Prat, pero eso me hubiera obligado a asesinar del mismo modo a sus compañeros, lo que habría despertado sospechas demasiado evidentes. Lo del envenenamiento con metahulla dejaba tantas interrogantes como cabos sueltos, pero era mas convenientes para todos los intereses. Los de quienes pagaban mi sueldo y los míos. Con el fin de Prat acabaron también las explosiones de metahulla y el mundo tampoco se acabó, todo lo contrario, continuó avanzando, esta vez hacia las estrellas. De hecho, creo que lo único que no finalizó fueron mis sueños, aunque ahora, gracias a Igriega, vivo de ellos. Sucedió casi al llegar el nuevo siglo. Ya había dejado el servicio activo, estaba cada vez más sólo y un día me reencontré con Igriega a la salida del despacho de Rebolledo, entonces concejal por Concepción. Había pasado una temporada en Alemania donde un tal Hans Zarkov le habían dado una cubierta de piel artificial y activado su evolución de número a réplica. Luego de una larga conversación me sugirió que escribiera mis sueños, que les diera forma de novelas o relatos. Que me desahogara de ellos a través de la imaginación escrita. En 1901 publiqué 1879, una ucronía de los hechos ocurridos ese año tal cual los había soñado, sin metahulla y con el sacrificio de Arturo Prat y la tripulación de la Esmeralda. La crítica me destrozó pero las ventas estuvieron de mi lado. Y de ahí las traducciones y la invitación a mudarme a Nueva York como escritor residente de la Gotham University....
–Disculpa, pero me fue imposible llegar antes –me dijo junto a la más perfecta de sus sonrisas. De no ser por el azul, casi transparente, de sus ojos sería una perfecta humana.
–Lo sé, no te excuses, son cosas que pasan en esta ciudad.
Más que humana, eso es ella.
–¿Viste quien está detrás de tuyo? –cambió repentinamente de tema, mientras tomaba su lugar.
–Alguna famosa
–No, uno de tus héroes.
–¿Puedo voltear?
–Cuando yo te diga
Esperamos un rato, mirándonos a los ojos, entonces ella me hizo el gesto. Fingiendo que algo se me había caído, miré más allá del respaldo de mi silla. En la mesa del fondo reconocí a Abner Ravenwood, el arqueólogo, efectivamente uno de mis héroes. Igriega me conocía mejor que nadie.
–Pensé que no estaba en el país, lo último que supe de él es que se había perdido en algún lugar de Egipto buscando el Arca de la Alianza.
–Quizás ya la encontró –Igriega continuaba siendo tan racional como cuando la conocí y su piel era brillante como plata recién pulida.
–Es cierto, quizás ya la encontró –repetí–. El tipo rubio y alto que está a la izquierda de Ravenwood, estoy seguro que lo he visto en alguna parte.
-Tu y la mitad de Manhattan en cualquier revista deportiva. Es Gordon, el atleta olímpico de Yale, el orgullo de la nueva raza americana como lo llama el Post.
Sonreí, ella continuó mirando a Ravenwood y a Gordon. En verdad este era un mundo maravilloso.
Vinieron a atendernos. Pedí un filete con ensaladas verdes y una copa de vino tinto chileno, además de un vaso de agua. Igriega sólo pidió lo último, le dijo al mozo que no se sentía bien. Da lo mismo si le creyó o no, desde que los números se convirtieron en réplicas, el mundo entero se ha acostumbrado a excusas baratas de hombres y mujeres más apuestos que el común de los humanos y que sólo beben agua pura, aún cuando acudan al más costoso de los restaurantes. Además hoy era mi noche, yo debía de comer bien.
Igriega siguió mirando a las celebridades. Cuando le pregunté el motivo de su fijación me respondió en voz baja que había escuchado el rumor de que Gordon era en realidad una réplica, pero que desde su lugar le era imposible ver el color de sus ojos. Después volteó hacia mi lado y me contó como había estado su día, luego me preguntó si había escrito. “Durante toda la mañana”, le conté, era cierto.
Trajeron el pedido. Yo levanté mi copa de vino, ella la suya con agua.
–Feliz cumpleaños, inspector –brindó ella, con la misma solemnidad con la cual se ha dirigido a mi desde el día en que nos conocimos, en la estación terminal de aerocarriles de Concepción. Claro, por supuesto, ¿qué sucedió desde entonces? Lo que tenía que pasar, me aproveché de la edad y la locura de Prat para disparar contra el brazo artificial de Grau. En cosa de segundos el salón de oficiales del Huascar se copó del más tóxico de los vapores metahullanos. La prótesis del peruano era vieja y por lo mismo, gracias al óxido del tiempo, más venenosa que lo que se desprendía del herido corazón de Igriega. Condell, Prat y el manco eran ancianos, se desesperaron y yo aproveché la confusión para agarrar el maltrecho cuerpo de mi compañera y salir de allí. Antes de hacerlo, cerré la puerta por fuera para que la ponzoña verde acabara su tarea. Luego me dirigí a cubierta, recosté a Igriega junto a los cañones y le ordené que sucediera lo que sucediera se limitara a dar fe a mis palabras. Que lo que yo dijera debía de ser tomado por cierto. Entonces agarré el revólver y me disparé en el hombro, sabía que tenía un poco de tiempo antes de desfallecer y lo aproveché para disparar un par de bengalas. Recuperé la conciencia dos días después en un hospital de Iquique. Tras ese lapso, Igriega había sido reparada y aunque le hicieron preguntas, en esos años la declaración de un organismo artificial no era tomada como aceptable. La trajeron, con un brazo de repuesto dorado y una cubierta del mismo color sobre el pecho izquierdo, hasta mi habitación, en el sanatorio, y nos hicieron declarar. Buena chica, confirmó cada una de mis palabras. Tal como pensé había sido una buena idea culpar a disidentes peruanos del asesinato, más aún meter a Grau como cerebro del entuerto. El sujeto era un rechazado tanto en su país como en el nuestro, era plausible que quisiera una revancha, cobrarse por años de humillaciones. Y así fue como el ex capitán del Huascar acabó liderando una inexistente célula terrorista peruana boliviana, responsable de las muertes de dos héroes como Prat y Condell y de una serie de actos violentistas contra el progreso chileno. Mi metálica compañera y yo nos convertimos en héroes de la prensa y sensaciones momentáneas para los programas de teleradio. Incluso Balmaceda nos dio un par de medallas, más la tranquilidad de cambiar la calle por un escritorio. Resultó mejor de lo que yo mismo imaginé durante la milésima de segundo en que tomé la decisión de contra quien disparar. Casi lo hice contra Prat, pero eso me hubiera obligado a asesinar del mismo modo a sus compañeros, lo que habría despertado sospechas demasiado evidentes. Lo del envenenamiento con metahulla dejaba tantas interrogantes como cabos sueltos, pero era mas convenientes para todos los intereses. Los de quienes pagaban mi sueldo y los míos. Con el fin de Prat acabaron también las explosiones de metahulla y el mundo tampoco se acabó, todo lo contrario, continuó avanzando, esta vez hacia las estrellas. De hecho, creo que lo único que no finalizó fueron mis sueños, aunque ahora, gracias a Igriega, vivo de ellos. Sucedió casi al llegar el nuevo siglo. Ya había dejado el servicio activo, estaba cada vez más sólo y un día me reencontré con Igriega a la salida del despacho de Rebolledo, entonces concejal por Concepción. Había pasado una temporada en Alemania donde un tal Hans Zarkov le habían dado una cubierta de piel artificial y activado su evolución de número a réplica. Luego de una larga conversación me sugirió que escribiera mis sueños, que les diera forma de novelas o relatos. Que me desahogara de ellos a través de la imaginación escrita. En 1901 publiqué 1879, una ucronía de los hechos ocurridos ese año tal cual los había soñado, sin metahulla y con el sacrificio de Arturo Prat y la tripulación de la Esmeralda. La crítica me destrozó pero las ventas estuvieron de mi lado. Y de ahí las traducciones y la invitación a mudarme a Nueva York como escritor residente de la Gotham University....
Etiquetas: Recuerdos del Futuro, Work in Progress
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