FORTEGAVERSO

jueves, agosto 25, 2005

DIGESTION NARRATIVA

Esta columna, que publiqué en la revista Urbanika, en Mayo del 2004. Estiró la tecla que trate en Revista de Libros, con "Letras para las Masas", que tambien subí en este blog. El tono es pedante, pero uno tiene derecho a serlo. Al menos una vez por año.

Se repite la data, esta columna apareció originalmente en la edición Mayo del 2004, de la desaparecida Revista URBANIKA.


Lo que hay que tener



Hace poco me junté con Gabriel Sandoval, editor de Planeta, para hablar de libros y otras cosas. Sandoval dice tener una misión, un plan para sacudir el mercado editorial criollo. Básicamente hacer que los narradores chilenos se re encuentren con los lectores. ¿Cómo? Por un lado reclutando a una nueva generación de escritores y por otro publicando novelas y colecciones de cuentos con un sabor novedoso, que jueguen con la formalidad de lo escrito, descubran temas y asuman riesgos. Pero por sobre todo que mantengan el espíritu esencial de todo buen libro: contar una historia.
Cree Sandoval –lo que comparto- que tras el boom de la Nueva Narrativa Chilena a principios de los 90, vino un estancamiento y los autores, salvo algunas excepciones, se dedicaron a mirarse el ombligo, contando historias cada vez más alejadas del lector. Insoportablemente intimas y patológicamente dañadas. No es casual que precisamente esta palabra: daño, se haya convertido en la regalona de los novísimos narradores. El daño, como tema terminó –valga la redundancia- dañando a la literatura. Es que de tanto desear levantarse como escritores-artistas, olvidaron lo básico: el érase una vez. En sus pretenciosos anhelos los post-nueva narrativa se cegaron ante la certeza de que las grandes obras literarias no surgieron por su virtud artística, sino que eso vino con el tiempo, por añadidura. Fue el postre al final del menú. Moby Dick de Herman Melville, acaso la cabecera fundamental de la novelística moderna, no es más que un relato de aventuras matizada por una venganza sobrenatural de un capitán loco hacia un descomunal cachalote blanco.
Desde esta perspectiva el fenómeno ocasionado el verano recién pasado por El Código Da Vinci no debe mirarse a la chacota. Es fácil torcer la mirada y argumentar que no se trata más que de un libro de moda, liviano, barato que ya superó sus quince minutos. Lo más probable es que así sea, pero lo interesante del cuento no pasa –ni termina- en la calidad del libro de Dan Brown. Lo relevante es el impacto medial que consiguió. La gente quería leerlo, quería saber de qué se trataba y sobre todo quería comentarlo por la mañana en el trabajo, como si fuera el estelar del canal 13 de la temporada. Y eso es lo importante. El Código Da Vinci superó el margen de ser un libro y se transformó en un fenómeno masivo, que avanzó a través del boca a boca e impulsó a la gente a hurgar en librerías y sobre todo ha descubrir el buen rato que se puede pasar leyendo. Quizás literariamente se trate de uno de las novelas menos logradas del año, pero a nivel popular es una bomba de esas que un editor no puede, ni debe dejar pasar.
¿Por qué no ocurre eso con los autores chilenos? La respuesta parece ser fácil. El desprecio hacia los géneros, hacia el pop de nuestros autores ha encallado la evolución de nuestra narrativa. Es curioso que sea un analista político y no un novelista profesional quien se lleve el trofeo de presentar el primer best seller chileno. Hace poco Raúl Söhr lanzó con bombos y platillos, La Muerte Rosa (Plaza Janes/Random House), una novela acerca de cómo Chile y el mundo se enfrentan ante un desolador futuro sin capa de ozono. No voy a hablar del libro, porque no lo he leído, pero estoy seguro que aunque la crítica lo desprecie, la gente va a comprarlo, va a leerlo y comentarlo, porque Söhr y su editor fueron inteligentes, le dieron al público el plato que este quería comer. Si La Muerte Rosa se transforma en una versión local de El Código Da Vinci es de esperar que en lugar de gatillar comentarios malintencionados entre la comunidad literaria criolla, concrete las bases a un movimiento narrativo renovador, uno que no le tenga miedo a la cultura de supermercados y comida rápida y sepa explorar los límites comerciales de la escritura, aprovechando al máximo esa virtud perdida que es el entretener.
Sandoval tiene razón al preocuparse por el futuro de nuestra literatura. Los tiempos corren rápido, los mundos son digitales y ante esta velocidad de las cosas se requiere de una literatura rápida, una escrita por narradores profesionales con amor al arte de contar una historia y sin temor a samplear cultura basura, géneros bizarros y a firmar novelas de esas que el hijo del vecino devorará en el metro. Tom Wolfe dedicó una de sus mejores obras (Lo que hay que Tener, Anagrama) a lo que debían tener los astronautas del proyecto Mercury de la NASA en la década de los 50. Me atrevo a aplicar pautas parecidas a los escritores chilenos del siglo XXI. Lo que hay que tener son patas, cojones, deseos de contar y entretener por encima del anhelo de convertirse en defensores de la narrativa como arte. Eso no es el fin, es el resultado a largo plazo, mal que mal Cervantes redactó las historias de un superhéroe loco, de un Batman del siglo XVI, no la obra cabecera de la narrativa hispana. Eso vino después, mucho después.

3 Comentarios:

A la/s 1:27 p. m., Blogger elcieloprotector dijo...

No soy experto en la materia, pero no sé... el asunto no se parece como el fenómeno del cine chileno? Cuando se volvieron exitosas las películas? Precisamente cuando los directores se dejaron de mirar el ombligo (mucha dictadura, mucha represión, mucha historia íntima, mucho aroma depresivo ochentero}... y empezaron a contar buenas historias, entretenidas, con humor, muy chilenas, muy C3... no se, yo quiero leer a tipos entretenidos, ácidos, que se reían de si mismos (como los gringos de ahora Franzen, Palaniuk, etc).
Eso. Una tontera? Puede ser. Me gustan las tonteras

 
A la/s 3:14 p. m., Blogger Sergio Coddou dijo...

La narrativa chilena contemporánea no existe. Sandoval sabe del mercado editorial pero no de literatura. Los editores en Chile son unos comerciantes cuasi analfabetos.
El código Da Vinci es basura.
La Serrano, Allende, Rivera Letelier... basura, basura, basura
Skármeta: basura
Todos son basura, pura y hedionda basura
Estamos perdidos, a menos que a mí se ocurra escribir una novela

Saludos
Buen Blog

 
A la/s 6:39 p. m., Blogger Vero dijo...

Bueno, pero ya tendremos a Ortega en las estanterías. Tal vez esa sea la oportunidad de reencantarnos con la alicaida literatura chilena. ¿o me equivoco?
v.

 

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