K.DICKLOGIA 1ª Parte
Esta es la primera parte de un reportaje que publiquér en Revista de Libros, dedicada a la obra de unos de mis escritores fetiches. Fue tan gratuito, tan extenso y tan latero que no se como me pescaron. Pero pasó. Y eso es bueno. Mañana va la segunda parte.
Publicado originalmente el viernes 24 de Octubre del 2004 en Revista de Libros, El Mercurio.
Philip K. Dick:
Días del futuro pasado (1ª Parte)
William Gibson se deprimió. La anécdota es cierta. 1982 y el entonces joven escritor canadiense, que llevaba un tiempo firmando relatos en antologías y revistas, hizo un alto en la novela que estaba escribiendo para ir al cine. La película era “Blade Runner”, pieza futurista dirigida por Ridley Scott, basada en la novela corta “Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas” (1964) de Philip K. Dick, autor de ciencia ficción muerto pocos meses antes. El canadiense tenía razones para bajarse, llevaba años trabajando en “Neuromante” (1984), una historia de anticipación, en clave novela negra, ambientado en un futuro cercano dominado por mega corporaciones y ciudades eternas, calcadas a la visión de Los Angeles del año 2019 de “Blade Runner”. Gibson sintió como si Scott se hubiera metido en su mente y sacado de su imaginación los elementos visuales necesarios para darle forma a la cinta. Años después, el escritor declararía que al ver “Blade Runner” tuvo deseos de tirar al basurero el manuscrito inicial de “Neuromante” y dedicarse a otra cosa. No lo hizo. Y aunque se entiende la desolación del autor, no es menos perceptible un descaro en su actitud. Es verdad, puede que la película se pareciera a los ambientes que llevaba meses ideando, pero no es menos cierto que su libro se inspiraba directamente en conceptos e ideas de futurismo delineados por Philip K.Dick, responsable del relato en que se basaba el filme y por lejos la pluma más paradigmática de la ciencia ficción del siglo veinte. ¿El huevo o la gallina? Para redondear el cuento, Gibson no demoró en olvidar su trauma post “Blade Runner” y terminar su novela. Publicada en 1984, “Neuromante” arrasó con todos los premios otorgados por la ciencia ficción a sus cultores, creó una legión de admiradores e imitadores y dio la largada para el movimiento más importante en la literatura de anticipación de fines de la centuria pasada: el ciberpunk. Término y corriente interesante en su inicio -y final-, pero que en su edad de oro (1985-88) no sirvió más que para enmascarar a una legión de plagiadores de las ideas K. Dick, su evidente guía espiritual.
El pastor eléctrico
Philip Kendred Dick decía que hablaba con Dios. Sostenía también que el gobierno (estadounidense) estaba controlado por un gran caja inteligente y aseguraba no recordar ninguna de las historias que había escrito por haberlo hecho mientras era poseído por una entidad extraterrestre. Como tantos, Dick experimentó en vida el lugar común del rechazo de su literatura, considerada menor por los críticos, de supermercado por los “escritores serios”, condenada a los estantes de “publicaciones de género” por los dueños de las librerías. Eso hasta que en 1982, el éxito “intelectual” de “Blade Runner” lo puso en la atención pública. Lastima que Dick muriera poco antes, sin oportunidad de aprovechar su tardío reconocimiento . Dos décadas después, con su obra estirada gracias al ciberpunk y su figura levantada a nivel de genio por autores como Don Delillo, David Foster Wallace, Rodrigo Fresán y Roberto Bolaño –quien diría que Dick era bueno hasta cuando era malo- , la deuda hacia su literatura parece saldada. Al menos en la superficie.
Nacido en 1928, amigo de las jovencitas, los gatos siameses, del jazz, la cultura popular, las conspiraciones y toda clase de alucinógenos, K. Dick supo escribir hace medio siglo sobre los delirios y desafíos del mundo actual. Y esto no tiene nada que ver con un posible don profético en su obra, sino con una lúcida capacidad a la hora de interpretar las formas y estímulos de su presente para aventurar las del futuro. El autor de “Valis” (1962) no se anticipó al futuro, empató con él que es muy distinto. Y en esta perspectiva –la del empate- no hay nada más injusto que catalogarlo como escritor de ciencia ficción, sobre todo por lo peyorativo que aún suena lo de “ciencia ficción”. A lo largo de su carrera su gran tema no fue ni el avance de la humanidad, ni la exploración de territorios desconocidos. Ni mucho menos si en el 2004 íbamos a estar plagados de autos voladores (lo que sus imitadores-continuadores jamás entendieron) sino el desafío de enfrentarse a lo que llamamos realidad. ¿Qué es real y que es lo real? Su motivo-pregunta lo asocia derechamente más con Borges y Cortázar que con Arthur C. Clarke o Isaac Asimov.
Mucho antes de que “Matrix” popularizara –injusta e inexplicablemente sin darle crédito- sus ideas, K. Dick recreó el mundo de posguerra con “El Hombre en el Castillo” (1962), una ucronía donde los Aliados perdían la 2ª Guerra Mundial y los Estados Unidos pasaban a ser territorio administrado por el Alemania y el Imperio Nipón. Eso hasta que en esa continuidad paralela un grupo de personas empezaban a preguntarse si su mundo era el real o habitan una especie de reflejo de un universo descrito por un misterioso libro que contaba como el Eje había sido derrotado en 1945 y Estados Unidos lideraba Occidente. El dilema no era el chiste de que los habitantes del universo de “El Hombre del Castillo” quisieran escapar hacia nuestro “mundo real”, sino precisamente que tan “real” podía ser nuestro mundo, tomando en cuenta que alguien lo había escrito. Nuevamente el huevo o la gallina, esta vez dentro (y fuera) de la mente de K. Dick y sin necesidad de pastillas de colores o efectos generados por computador.
K. Dick es adictivo y peligroso. Un tipo que declaraba haber matado a un gato con el poder de su mente y que se atrevió a denunciar formalmente al Gobierno de intentar eliminarlo enviándole paquetes con mini bombas atómicas por correo, no necesitaba escribir para serlo. Pero él lo hizo y lo hizo bien. Desde 1955 hasta poco antes de su muerte en 1982, supo usar sus obsesiones y rarezas para construir una contundente y variada bibliografía: cinco libros de relatos y treintaiseis novelas. La realidad fue su tema; Dios, los miedos, el desafío del individuo ante el progreso y la experimentación mental algunos de sus vehículos. Coctelero fulminante, supo desarmar la presencia de Dios a veces como una entidad imposible y amoralmente perversa (“La Fe de Nuestros Padres”, 1967) y otras como un producto enlatado fácil de conseguir en supermercados (“Ubik”, 1964). Receta alucinógena, su empate con el futuro lo llevo al espacio en viajes más mentales que físicos (“Los Tres estigmas de Palmer Eldricht”, 1965), sátiras políticas (“Simulacra”, 1964) y devaríos sin lógica, como los del protagonista de “Una Mirada a la Oscuridad” (1977) contratado por una multinacional para perseguirse a si mismo. Otra vez el huevo o la gallina.
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