EL HORROR DE BERKOFF: SEGUNDO CAPITULO
Aunque hacía tiempo que no era precisamente mi mejor amigo.
Tenía dos direcciones con su nombre, así que lo mandé con copia a ambas. En la primera línea le expliqué con torpeza que lo había hecho para asegurarme de que el mensaje le llegara. Como asunto escribí “lo siento”, era lo correcto, también lo más directo y simple. Luego le conté que Perci me había llamado, que estaba en blanco con la noticia, que me sentía como si me hubiesen disparado un tiro entre lo ojos. Exageré, obvio, puro melodrama, pero ella lo iba a entender, siempre lo había hecho. Subrayé que tal vez no podría viajar a Salisbury, que me era complicado salir de Santiago (no era cierto), pero que si ella me necesitaba no dudara en pedírmelo. Repetí una, dos, tres, cuatro veces que se cuidara, que en verdad estaba preocupado por ella. Cerré el párrafo con un abrazo y un beso, que ella eligiera dónde, aunque borré lo último antes de poner el punto final. Añadí un post data: “lo siento, aunque estoy seguro que son las dos palabras que más has escuchado en estos días”. Di una lectura final, rápida y lo envié. El correo despegó de mi bandeja de salida exactamente a las tres con cinco minutos de la mañana. Después me quedé callado, con la luz apagada, sentado en la noche tratando de volver a quedarme dormido.
3
NO VOY A MENTIRME, muchas veces me pregunté como sería el mundo sin Juan José Birchmeyer. Y no era así, al menos no como esta noche.
EMILIA GEEREGAT me respondió un cuarto para las ocho de la mañana. El asunto del mensaje era una respuesta a mi “lo siento” y su correo era considerablemente más corto que el mío. Tres líneas, menos de cien palabras. En la primera frase me indicaba que era mejor que le escribiera a su dirección de hotmail, que la otra prácticamente no la usaba, excepto para asuntos del trabajo. Me preguntaba cómo creía yo que ella se sentía, que cómo estaba y después se respondía que debiera imaginármelo, que acababa de morir su marido. Entre dos puntos seguidos reflexionaba en lo fea que era la palabra marido. Luego me indicaba que estaba segura de que yo me preocupaba por ella, que siempre lo había sabido. Tras una coma y antes del final, acentuó que le gustaría que fuera a Salisbury, decía sin decirlo que quería verme. O eso quise leer yo. No sumó ni un beso ni un abrazo, pero también agregó un post data: que ella también lo sentía, más que nadie, y que se lo habían dicho tantas veces que ya estaba como anestesiada.
2
FUE EN UN PROGRAMA que ya no existe, cuando De verbo masculino, mi primera teleserie, reventaba las cifras de audiencia del canal católico. Invitaron a los actores jóvenes que debutaban en la comedia, se suponía que yo era uno de los galanes: el chico sensible, el estudiante de provincia, el guitarrista romántico, el que sin querer se convirtió en el favorito de las espectadoras menores de 20. El animador, un cantante famoso a finales de los 60, quería saber de mi vida. “Martín Martinic”, me dijo, “todo el público femenino, en el estudio y en sus casas, se preguntan cuales son los secretos de este muchacho misterioso, nuevo y exitoso actor de nuestro canal. Me soplaron que no eres de Santiago, que naciste y te criaste en el sur de Chile. ¿Qué puedes decirnos del sur”.
–Que todos piensan y dicen que es el mejor lugar del mundo, excepto los que nacimos y vivimos allá.
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