EL ALGUIEN QUE habían encontrado era una mujer joven, de no más de 25 años. Los navales la descubrieron, escondida bajo unas cajas en uno de los subterráneos. Como no habían papeles a la vista, lo más seguro es que se tratara de una estudiante universitaria detenida por conexiones con la izquierda revolucionaria. No había manera de averiguar su identidad o su origen, a menos que ella nos lo dijera. Pero según Sepúlveda, desde que fue capturada no había abierto la boca. Cuando llegamos a la habitación, una oficina al final del pasillo más largo del segundo nivel, el Cura la estaba interrogando.
–Es mejor que nos diga su nombre, señorita –le decía con el más amable de los tonos.
Pero ella ni siquiera lo miraba. Estaba amarrada a una silla, con las piernas abiertas y rodeada por los soldados. Aunque estaba sucia y vestida con harapos, era una chica bonita. Su piel era muy pálida, el cabello claro sin ser rubio y su rostro estaba enmarcado por dos grandes ojos, con la expresión más triste que hubiese visto en mi vida. Noté que alrededor del cuello tenía un enorme rasguño. También me detuve en el modo en que el resto la miraba, como depredadores rodeando un trozo de carne fresca. Era obvio, llevábamos dos años sin contacto femenino y ahora nos tiraban a una muchacha joven, casi como un regalo del cielo. Y al verla allí, amarrada, con las piernas abiertas, forzada a hablar era imposible no evitar la erección. Me fijé que Medina se tocaba a través del bolsillo del pantalón. No era él único.
–Señorita –le repetía el Cura –se lo digo por su bien y el de todos. Si observa la situación, verá que las cosas no están a su favor. Sólo dígame su nombre y qué sabe de lo que ocurrió acá.
Pero ella no abrió la boca.
El Cura miró al Oso. Este se acercó a la mujer y le dio un golpe en la mejilla izquierda que casi le voló la cara. Pero ella sólo se limitó a regresar a su posición inicial, como si nada hubiese pasado.
–Pone la otra mejilla –soltó el Oso –esta huevona es de la izquierda cristiana.
–Señorita –prosiguió el Cura.
No hubo respuesta
El Oso volvió a golpearla, esta vez tan fuerte que la derribó de la silla. Pero ella nuevamente regresó a su lugar, como si nada hubiese ocurrido. Un hilo de sangre bajó por su labio izquierdo y se deslizó por el escote hacia abajo. Miré a mis compañeros, la excitación los había convertido en lobos hambrientos. Querían más. El Cura volvió a interrogarla y ella volvió a decir nada.
–Continúe usted –autorizó al Oso.
El gigante caminó hasta una mesa próxima, donde había dejado su bolsa militar. Ante la vista de todos la abrió y tomó de su interior un instrumento metálico, en forma de tenazas, con garfios en la punta. Jugó con ellas, abriéndolas y cerrándolas como una tijera y regresó con la prisionera. Usó su mano derecha para obligarla a que lo mirara a los ojos y le dijo:
–Tengo un regalito para las que tienen su punto débil en las tetas.
Y luego, usando su otra mano, le rasgó la parte superior de sus ropas, revelando un par de pechos jóvenes y generosos.
–Estay harto bien, perra –le dijo, acercando los filos del instrumento al pezón del seno derecho.
Sepúlveda se metió la mano dentro del pantalón para masturbarse, uno de los navales también.
–Te gusta –le dijo el Oso, rozándola con el metal
–Espere –lo detuvo el Cura, aquí no. Llévela al cuarto de interrogatorios del piso de abajo. Y vaya con los conscriptos, confío en que sabrá hacerla hablar.
–No sólo hablar, mi capitán –respondió el Oso.
EL OSO le pidió a Troncoso que cerrara la puerta y a mí que encendiera la luz del cuarto. Luego tomó a la muchacha y la puso frente al catre de trabajos. La agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás.
–Si que nos vanos a divertir, perrita –le dijo.
Ella ni siquiera lo miró a los ojos. Observé a mis compañeros, la calentura se podía cortar. El Oso la agarró del brazo izquierdo y la levantó como si fuera un pedazo de carne. Luego, usando su otra mano, la desnudó por completo.
–Ojala disfruten de la vista –nos dijo. Llevó el cuerpo de la joven hacia el suyo y comenzó a meterle mano por todos lados. Vimos como le apretaba las tetas, como deslizaba su mano hacia el trasero y como usaba sus dedos sucios para escarbar dentro del sexo.
–Estay harto rica –le dijo, saboreando el dedo que había introducido en su vagina–. Veamos por donde comenzamos.
Se metió la mano a un bolsillo y agarró una navaja terminada en punta. Punzó con ella sobre uno de los pezones y empezó a rozarlo, amenazando con cortar. Fue bajando la hoja por el vientre hacia les vellos del pubis y antes de pasar sobre el ombligo dio un corte ligero. La sangre empezó a gotear despacio, deslizándose por las piernas de la prisionera hacia el piso.
–Llénenme un balde con agua fría –nos ordenó.
Sin dejar de mirar el cuerpo desnudo de la señorita, Troncoso se dirigió hasta el lavatorio, empotrado en la pared contraria a la puerta y obedeció las órdenes del Oso. Después, con cuidado, para no tirar nada, le acercó el balde al gigante. Este lo tomó, lo levantó sobre la interrogada y la mojó hasta dejarla estilando.
–Me gustan las mujeres limpias –pronunció. Luego nos miró y soltó la pregunta: –¿Quien quiere empezar?
Nos miramos sin atrevernos a responder.
–Que tienen miedo ahora los maricas. Les estoy regalando a una mujer en pelotas para que hagan lo que quieran con ella y nadie toma la iniciativa. Con razón los upelientos ganaron el 70. A ver... tú –me apuntó–. Ven, quiero ver como te culiai a esta perra.
Sentí que la garganta se me apretaba y que un globo duro se me formaba en la guata.
–Si no es tan difícil mocoso –añadió el Oso–. Bájate los pantalones y métele tu huevada chica en la concha, si querís te la abro con los dedos. Si la perra te está esperando, no cierto mi amor –la miró–. Y agradezca mijita que ando con estos imbéciles pa´que la trabajen, mire que en mi casa tengo un perro grande al que le encantan las zorras mojadas como usted, chucha de su madre.
El Oso volvió a voltear hacia mí y me ordenó que me bajara los pantalones. Obedecí. Y junto con hacerlo, escuché como sus risas crecían hasta convertirse en carcajadas. Los nervios me habían ganado la pelea y me resultaba imposible mantener una erección.
–Chucha –dijo el Oso –nos tocó un impotente. ¿O al señorito le gustan los hombres?
No le contesté. Miré al resto, estaban tan asustados como yo.
–Pendejos, yo les voy a enseñar como se hace. A las perras hay que culiárselas como perras.
Y dicho, la tomó del cabello y con un fuerte tirón dio vueltas su cuerpo, poniéndola de espalda. Luego metió su brazo derecho bajo el vientre de la chica y le levantó el culo.
–Te gusta por atrás, no cierto –le decía –a las putas como tu les encanta así, verdad. Y después de terminar vamos a comenzar con la electricidad. Me vas a recitar la Biblia entera cuando acabe contigo.
El Oso se bajo los pantalones y empezó a tratar de penetrarla, pero por más que trataba no podía, la muchacha no lo dejaba.
–Mierda –bramó–. Así que tenis cerrado el hoyo y no querís abrirlo huevona, vamos a ver si ahora te seguís portando tan mal. ¿Alguien tiene un cigarrillo? –nos preguntó.
–Yo, señor –respondió Medina.
–Pásame uno...
Temblando, mi compañero le pasó uno.
–Prendido, ahuevonado –y tiró el cigarrillo sobre el piso húmedo.
Medina buscó un fósforo, encendió otro y se lo acercó.
–Tome –le dijo.
–¿Te di permiso para hablar, saco de huevas?
Mi compañero bajó la cabeza y retrocedió sin emitir sonido.
–Y ahora pongan atención, pendejos, aprendan –continuó el Oso–. Yo les voy a enseñar como se abre un hoyo. Se agarra un cigarrillo prendido y se pone con cuidado arriba del culo hasta quemarlo. Y listo, la raja se dilata y puedes encular hasta tu papá si te calienta el viejo. Miren como quedó, podría meter una pelota de tenis aquí adentro y aún me quedaría espacio pa´l pico.
El Oso comenzó a penetrarla, gritando como si estuviera poseído.
–Qué es esto que te chorrea –le decía ¬–está sangrando la pobrecita.
Entonces ella empezó a gemir. Primero despacio, luego como si estuviera ronroneando, igual que un gato regalón, pero más grande. Más gemidos y luego risas. Despacio primero, fuerte después. Al principio pensamos que se trataba del Oso, pero luego notamos que era ella la que carcajeaba.
-De que te ríes, zorra, sabía que te iba a gustar...
Ojalá las palabras sirvieran para describir lo que sucedió entonces, pero las cosas se dieron tan rápidas y la memoria es tan volátil que limitar lo visto a unas cuantas frases mal hiladas, resulta imposible. Sobre todo con el miedo, la sorpresa y el horror que gobernaron el instante...
Las piernas de la muchacha se trenzaron, una sobre otra, hasta formar una especie de cola escamosa, como de serpiente. Luego giró su cuerpo de un modo imposible, antinatural, como si no tuviera partes óseas, contra el Oso y lo levantó usando unos brazos largos y desproporcionados, terminados en garras similares a las de un buitre. Y fue ahí cuando vimos su boca, abierta de cuajo y terminada en enormes y afilados colmillos. De un movimiento rápido, clavó sus quijadas en la garganta del gigante y comenzó a desgarrarlo. Uso su otro brazo para cortar el sexo del hombre, que arrancó del cuerpo como si fuera un muñón de carne roja.
Fui el primero que atinó a reaccionar. Tomé mi fusil y comencé a disparar sobre la criatura, pero esta continuó alimentándose de su victima, como si las balas no existieran. Con las garras de su mano derecha rebanó el vientre del Oso y desparramó sus vísceras. Algunas escurrieron hasta el piso, otras se las metió a mordiscos dentro de la boca, masticándolas con una obsenidad que no era de este mundo. Medina, Troncoso y Sepulveda despertaron del miedo y me siguieron en los disparos. El ruido hizo eco en las paredes, rompiendo el espectral silencio de la prisión. De pronto ella liberó a su presa, salto hacia el más oscuro de los rincones y emitiendo el más gutural y aterrador gemido que hubiese escuchado en mi vida se convirtió en una nube de polvo que buscó rápido una rendija por donde escapar. Al desaparecer dejó en el suelo unos rastros idénticos a los que hace un rato habíamos descubierto en la barraca.
–¿Qué está pasando? –oímos gritar al Cura, detrás de la puerta, alertado por el ruido de los disparos –abran la puerta de inmediato.
Con torpeza, Sepulveda corrió la cerradura, las manos le temblaban como si estuvieran hechas de tiras de papel. Nuestro capitán entró, seguido de su colega naval y cuatro soldados. Cuando vieron los restos desparramados del oso y su sangre goteando por toda la habitación, voltearon hacia nosotros con los ojos inyectados. El cañón del arma del oficial de la marina se clavó entre mis ojos, mentiría si dijera que me dio miedo.
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