SIEMPRE ME GUSTÓ el cementerio de Salisbury. Su aspecto de eterno abandono, con árboles enormes saliendo de las tumbas más viejas, como extensión perversa de los muertos allí enterrados. Las calles de baldosas con nombres de flores, los faroles que imitaban linternas de gas, las lápidas grises, todas uniformes, más parecidas a cementerio anglosajóna que a la tradición del camposanto español tan difundido en esta parte del mundo. Pero Salisbury era una mancha, un paréntesis, un sitio fuera de la continuidad geográfica y en esa moral, el cementerio tenía la virtud de aparecer también fuera de todo, mirando al pueblo desde una de las colinas más altas de la localidad, justo donde se estaba más cerca del cielo.
Emilia lloró mucho rato, tanto que después tuvo que ponerse lentes oscuros para ocultar la evidente hinchazón de sus párpados. Comentó que muy viuda sería, pero continuaba siendo mujer y no le gustaba verse mal, menos fea, eso no. Le propuse que camináramos, que era la mejor manera de calmar las aguas y tranquilizar el alma.
–Eso de tranquilizar el alma es muy cursi.
–Soy actor, soy cursi.
No la hice reír, pero al menos sonrió.
Recorrimos las pequeñas cuadras del cementerio, caminando a paso lento entre lápidas, estatuas y árboles negros, bajo un nublado cada vez más pesado que pronto se nos vendría encima. Dos ex en un cementerio. El ex vecino más famoso de la ciudad, la ex chica más bella de la cuadra.
Emilia iba con la mirada al frente, en silencio después del llanto, mirando las tumbas abandonadas y jugando con su pelo, desenrollándoselo sobre el cuello, bajo la nuca.
–Siempre me gustó ese tic tuyo– le dije.
–¿Cuál tic mío?
–Esa cosa que haces con tu pelo.
Me miró torciendo la más encantadora de las muecas.
–Lo hago por mi abuela, ella es la culpable. Ella me decía que las princesas jugaban con su pelo. Ni idea de dónde lo habrá sacado o si lo inventó, pero siempre me lo decía.
–Y tu te creías princesa.
–Todas las niñas nos creemos princesa, es un derecho que adquirimos al nacer
–Y los hombres príncipes matadores de dragones.
–No es tan así.
–Si, lo sé. Yo nunca me creí príncipe.
–Nunca te creíste nada, bueno, hasta que te hiciste famoso.
–Conocido.
–Famoso.
La primera detención fue junto a la tumba de Pablito Tocornal. Emilia se quitó los anteojos y leyó en voz alta:
–Aquí descansa Pablo Tocornal, 1974-1981. Recuerdo de sus padres y hermanitos que lo lloran cada día.
La frase estaba grabado en una lápida de mármol recostada sobre una alfombra de pasto sintético. La última vez que me había parado frente a esa tumba tenía plantas de verdad, ahora todo era en verdad de mentira, desde las hierbas plásticas en la superficie hasta el ataúd vacío, enterrado dos metros bajo nosotros.
Pablito Torcornal desapareció a los seis años, un día salió del colegio y nunca más lo volvimos a ver. Y aunque no era primera vez (ni sería la última) que un niño se esfumaba de Salisbury, para nosotros fue especial, por primera vez la noche se había llevado a alguien que conocíamos, a uno de los nuestros. El cuco había dejado de ser un invento de nuestros padres y se había convertido en algo muy real, que estaba sobre nosotros, podía mirarnos y hacernos cosas malas.
–Cuando veníamos al cementerio, Juanjo siempre venía a ver a Pablito.
–¿Venían al cementerio?
–Como toda la gente, una o dos veces al año, para el 1ª de noviembre. Juanjo siempre encontraba alguna excusa para irse por esta calle y pasar a mirar la tumba vacía. Hubo un tiempo en que la gente le dejaba velas, ¿te acuerdas?
–Obvio, cuando la gente aún pensaban que iba a aparecer. Éramos chico entonces, debíamos tener seis o siete años.
–De ves en cuando aparece una vela anónima.
–La familia.
–Los Tocornal ya no viven en Salisbury, se fueron hace como quince años, después de ti. Por eso cambiaron las plantas de la tumba por pasto sintético, así no necesitan quien la cuide.
–No es tan así…
–Claro que no lo es –me interrumpió– pero hay gente que le tiene cariño a Pablito y se preocupa de tener presentable su sepulcro.
–No sepulcro.
–¿Te acuerdas lo que decía la mamá de Pablito?
–Pobre señora, que había escuchado un ruido en la pieza de Pablo, subió y vio la ventana abierta…
Emilia terminó la historia:
–Y a alguien enteramente negro agachado sobre el pecho de su hijo. Cuando ella abrió la puerta, esa figura tomó al niño y se la llevó fuera de la casa, con razón después la tía se volvió loca –sólo Emilia podía continuar diciendole “tía” a la mamá de un compañero de kinder y primero básico–: Te acuerdas que el papá de Pablo la internó para que no interfiriera en la investigación policial.
–Si, tu papá se metió en el asunto.
–Lo que hizo fue asesoria y sanación espiritual para la mamá de Pablito.
–Para “la tía”.
Sonrió, captó que me estaba riendo de ella pero no dijo nada.
–Nunca se recuperó, supongo que hasta que se fueron del pueblo. O tal vez jamás. Recuerdas al hermano Pinto, ese viejo loco que apareció en la iglesia como en esa época y se puso a gritar que Salisbury no era lugar para niños.
–Padilla, Roberto Padilla era su nombre.
–Pinto, Padilla, da lo mismo. Idiota enfermo, tuve pesadillas como diez años por su culpa. Entre sus gritos enajenados y el relato de la mamá de Pablito. Cambie incluso de posición la cama para no estar cerca de la ventana. Juanjo me decía que si fueramos católicos no tendríamos ese problema, que para eso existían los santitos, crucifijos y vírgenes de yeso, para espantar lo malo.
–El cura Landeros, el amigo de Perci dice lo mismo.
–Claro que debe decirselo, ¿de quien crees que lo escuchó primero?
–De Juanjo.
Afirmó con una sonrisa.
–¿Juanjo y el cura Landeros eran cercanos?
–Claro, por qué crees que él fue quien ofreció la misa de despedida.
A ratos me descolocaba la distancia con la que Emilia veía su perdida, como si la explosión de dolor de hace unos minutos se hubiera ido con el viento.
–Pensé que por los papás.
–No, fue por Juanjo. De hecho fue Juanjo quien lo presentó con Perci, en serio –me miró– aunque no me creas.
–Te creo, sólo que nunca hubiera imaginado que Juanjo era una persona religiosa.
–No lo era, pero se sentía tranquilo sabiendose cerca de la iglesia.
–Podría haberse acercado a tu padre.
–No, Juan José Birchmeyer jamás se habría convertido al protestantismo. Papá y mamá trataron por años, y tu sabes lo percistentes que pueden ser en ese tema, y se dieron por vencidos. Juanjo se sentía a salvo como católico, los evangélicos, decía, confiábamos demasiado en lo espiritual y no todo lo espiritual es bueno.
Eso era cierto, pero no se lo iba a decir ahora. Continuamos el camino. Emilia se adelantó un par de pasos y luego giró hacia mí, ubicándose delante, avanzando de espaldas, como si me enfrentara pero al mismo tiempo evitara allegarse.
–¿Te acuerdas cuando fuimos novios?
Pronunció lo que desde hace rato yo tenía apretado entre los dientes.
–Nunca lo he olvidado, por acá nos dimos el primer beso.
–Casi él único beso.
–Prefiero pensar que sólo fue el primero.
Guardó silencio, luego siguió:
–Un poco más allá, en la tumba del angelito.
Me indicó hacia la izquierda, bajo tres pequeñas araucarias. Se acordaba perfectamente del lugar.
–Ese día me pediste que te acompañara a dejarle flores a tu abuelo.
–Parecía una buena excusa.
–Fue lindo, sorpresivo, raro.
–El tata está enterrado al lado del angelito.
–¿Vamos a verlo?
–No le traje flores.
–Róbate una de alguna tumba.
–Estás loca
–Un poco, ¿no te atreves?
–En verdad, no.
–Nadie va a salir a penarte.
–No es eso, es sólo que, no sé
–Bueno, si tu no te atreves, yo si. A ver– miró alrededor–. Por ahí, espérame aquí, no te muevas.
Emilia salió del pasillo, trepó sobre una pequeña cripta, sobreactuando como si estuviera en una película policial. Jugó con sus manos, fingiendo que llevaba un arma. Luego saltó hacia un mausoleo, metió su brazo izquierda dentro de la rejilla y sacó un ramo de flores. Lo levantó como si fuera un trofeo y regresó brincando, de tumba en tumba, de lápida en lápida, hasta donde yo la esperaba.
–Listo. Están un poco marchitas, pero tu abuelo entenderá.
Luego me condujo hasta la tumba de mi abuelo. Estaba sucia, con la lápida quebrada, dominada por pastos secos y plantas convertidas en polvo sobre la superficie. Un sepulcro que hacía años nadie se preocupaba de cuidar, que a nadie parecía importarle. Emilia, por amabilidad, dudó al preguntarme si era esa. Le contesté, asintiendo con un movimiento de cabeza.
–Está un poco dejada de mano– su “poco” también fue amable.
–Ya nadie de la familia vive en Salisbury.
–Una pena.
Emilia se agachó, tomó algunas matas viejas y las arrojó hacia otra tumba, todavía más abandonada que la de mis abuelos. Sopló el polvo de la lápida, barrió un poco, usando otras plantas secas y acomodó al medio, en lo que quedaba de un cesto de márnol, las flores robadas. No se veía mal.
–Podrías poner pasto sintético, como en la tumba de Pablito Tocornal –propuso.
–Antes, prefiero que se cubra de maleza…
–Es verdad, al menos la maleza esta viva. ¡Sabes!– exclamó– tengo una idea mejor, cuando venga a ver a Juanjo, voy a acordarme de pasar a visitar a tu abuelo.
–No es necesario.
–No, en serio, es por gusto. Te lo prometo. Además Perci y yo somos lo más cercano a tu familia que te queda en el pueblo. ¿Me ayudas?
Me estiró su brazo derecho para que yo la levantara. Lo hice. Revisó como había quedado la tumba y comentó que se veía bastante mejor.
–Ahora incluso se leen los nombres de tus tatas, Héctor y Sara–. Luego, sin soltarme la mano, me llevó hasta la tumba del angelito, justo enfrente a la de la de los abuelos.
Era un sepulcro viejo, más que la mayoría de los de la cuadra. Estaba rodeado de una reja de metal oxidado y dentro habían cuatro placas, todas con nombres alemanes. Y al centro de todas, carcomida por la erosión y rodeada de helechos, la estatua de piedra de una ángel en actitud de oración: las manos juntas al centro y las alas plegadas y cruzadas en la espalda. Su mirada era triste y compasiva, fijada en la tierra, en el suelo, bajo el cual estaban los muertos. El último cuerpo enterrado databa de 1965 y había muerto antes de los diez años.
–¿Cómo era la historia de esta tumba, todos eran niños?
–Hijos y nietos de una misma familia. La mayoría murió al cumplir los diez años o antes. Y si te fijas en los nombres, sólo son hombres. Pércival decía que la familia.
–Los Tamm– leyó Emilia, en voz alta, una de las pocas placas legibles.
–Los Tamm– repetí– estaban malditos, que una machi les había echado un mal, que los hijos varones de toda la descendencia del patriarca de la familia iban a morir antes de cumplir diez años, que así la estirpe quedaba rota, porque las niñas, en esa época, no eran consideradas herencia válida.
–En esa época y ahora, Martin Martinic.
–Los Tamm, que tétrica la historia.
–Entre los Tamm y los Berkoff armamos el mejor cuento de terror.
–El mejor de todos, Perci debería escribirlo.
–Tu crees que ya no lo hizo.
Emilia se apoyó en la reja de la tumba, cuidando de no punzar su abrigo y su cuerpo con las púas de ésta. Y en ese sitio y esa posición, sin mirarme, me dijo:
–¿Sabes por qué lo nuestro no funcionó?
–Porque estabas enamorada de Juanjo y te metiste conmigo por despecho.
–No, en serio.
–¿No estabas enamorada de Juanjo?
–Bueno, si, pero no sólo por eso.
–¿No estabas despechada?
–Martín.
–Emilia.
Volvió a mirarme. Y levantando las cejas, dijo:
–Ya, ok. Estaba despechada. ¿Y que querías? Tenía diecisiete años, estaba enamorada hasta las patas de Juanjo y él me había cortado después de sólo un mes.
–Así que para vengarte te metiste con su mejor amigo, quien te amaba en secreto desde la primera vez que te vio, como a los tres años.
–Nos conocimos a los cuatro.
–Para que veas, antes de conocerte ya me gustabas.
–Suena como una teleserie.
–Fue una teleserie.
–Actúas en teleseries.
–Actuaba en teleseries, pretérito imperfecto.
Esperó un instante.
–Después te pedí perdón– lo dijo sin mirarme a los ojos.
–Y yo te perdoné. Y en silencio me retiré– tampoco la miré.
–No seas fresco, puedo nombrarte un par de chicas que te ayudaron en el retiro.
–No sé si ayudaron, pero lo hicieron más fácil.
–Bueno, pero quieres saber o no, por qué lo nuestro, lo tuyo y lo mío, en verdad no resultó.
–Si, quiero saber.
–Te parecerá una tontera, pero una vez conversé de la historia de mi vida con una bruja. Y así, entre episodio y episodio, llegamos al capítulo de Martín Martinic.
–¿Una bruja?
–Si, una bruja. Bueno no era tan bruja, pero sabía algo de eso, de magia blanca, tu entiendes...
–No, no entiendo.
–Es un decir. El asunto es que la bruja vivía en la pensión donde yo arrendaba pieza cuando me fui a estudiar a Temuco. Cursaba Servicio Social, estaba en el último año y era de Chiloé. Sabía ver la suerte y un montón de cosas con sortilegios y amuletos mágicos. Con el resto de las compañeras de casa le decíamos la Pincoya, por lo de chilota y esas cosas. Se llamaba Rocío, no me acuerdo del apellido...
Saqué un cigarrillo y me lo metí a la boca.
–Puedo– le pedí permiso.
–Dame uno.
–¿De cuándo que fumas?
–No sé, de hace un par de años. Pero es secreto. Juanjo nunca lo supo.
–¿En serio?
–En serio. Hubo cosas que Juanjo nunca supo– me miró con complicidad. Y me gustó que lo hiciera. Le pasé un cigarrillo y le acerqué un fósforo encendido, ella lo prendió, tapando el viento con una mano, para que la llama no se apagara.
–¿Y qué te dijo la Pincoya?– le pregunté, mientras encendía mi cigarrillo y daba la primera pitada.
–Que nuestra relación, lo que tu y yo habíamos tenido, nació condenada a muerte, pero no sólo por lo de Juanjo.
–¿Por qué más?
–Por el primer beso. Tú me robaste el primer beso acá, en un cementerio. Según esta bruja, los lugares son muy importantes, más de lo que uno piensa. Dónde haces algo, así te va a ir.
–Yo que tu no me habría tomado eso muy en serio.
–Por qué no. La gente toma en serio esas tonteras orientales del Feng Shui e ignora la magia chilota o la brujería de esta zona. Si lo miras desde la perspectiva sobrenatural no es muy distinto. En fin, la cosa es que duramos nada porque me besaste en un lugar de muerte.
–O sea, que si te hubiera besado en una maternidad te habrías olvidado de Juanjo y hoy no estarías viuda– corté de golpé, conciente de la idiotez que acababa de decir–. Perdón, soy muy imbécil, no quise.
–Se que no quisiste, no soy tonta. Pero si, en palabras simples es tal cual lo acabas de decir.
–Y de Juanjo te dijo algo.
–Todo.
–¿Todo, todo?
–Si, todo, todo. Juanjo me dio el primer beso de mi vida y lo hizo bajo el árbol grande de la plaza. La Pincoya me dijo que eso nos había marcado, que las raíces del árbol llegaban al centro de la Tierra, que por eso lo nuestro iba a ser hasta que la muerte nos separara y ves, no se equivocó. Fue hasta que la muerte nos separó.
Entonces comenzó a llover. De pronto el viento paró y una tras otra, cientos y miles de pequeñas gotas comenzarona caer sobre el cementerio de Salisbury, mojando las tumbas de mi abuelo, el rostro del angelito y las flores de Juanjo, hacia el otro extremo del camposanto. Gotas cada vez más grandes y llenas. La lluvia, la lluvia de verdad se venía en los próximos minutos.
Y con el cabello mojado, estilando sobre sus hombros cubiertos de rojo, Emilia volvió a hablar.
–Mierda, el abrigo va a desteñirme la ropa.
–No te preocupes por eso.
–¡Y de qué quieres que me preocupe!– levantó el tono de su voz, hasta casi gritar–. Perdón– se excuso– no quisé. Y no sé para que me preocupo tanto, si hace mucho rato que ya estoy desteñida, totalmente desteñida– me miró, otra vez estaba llorando–. Tengo miedo. No quiero quedarme sola Martín, yo no sirvo para estar sola.
Y junto al ángel la abracé, igual que para ese beso cada vez más lejano. Y mentiría si dijera que no quise volver a hacerlo, pero no pude, no ahora, no en este lugar. Ya teníamos demasiada muerte encima.
–Tu nunca vas a estar sola, te lo prometo.
Emilia me miró y juraría que la vi cerrar los ojos y acercar sus labios a los míos, pero justo antes, en el momento exacto antes de que todo se fuera al carajo, reaccionó:
–Esta lloviendo, nos vamos a mojar– luego miró su reloj–: es tarde, tengo que pasar por la iglesia, si quieres te llevo.
–No, quiero caminar
–Te vas a mojar.
–Hace rato que estoy mojado
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